Tierra de nadie
La amistad, bien o mal entendida
Su propio afán
LA mayor tentación de toda la feria la tuve a la entrada. A la sombra del impresionante toro de Osborne, al que sólo podría picar el caballo de Troya, Ignacio Casas de Ciria nos hizo una foto. Estábamos recién llegados, limpios, repeinados, sonrientes, rodeados de todos nuestros amigos. El clic de Ignacio dejaba constancia de que habíamos ido. ¿Qué más queríamos? ¿Por qué no irnos ya?
A pesar de que entrábamos en la feria por debajo de los redondeados cuartos traseros del gran toro, me faltó -paradójicamente- el valor. No propuse ese vámonos-que-nos-vamos a mi mujer ni a mis hijos. Con bravura, me arranqué de lejos al castigo.
Luego, no fue para tanto. Incluso llegué a recordar al toro de Fálaris. Miguel d'Ors nos contó la historia: "Según una variante, que Kierkegaard conoció (o inventó), de cierta leyenda antigua recogida por Polibio, Fálaris, tirano de Agrigento, se hizo construir un toro de bronce, en cuyo interior encerraba a sus víctimas para luego encender una hoguera bajo la estatua. Los estertores de los condenados, por mediación de un hábil artificio, sonaban a los circundantes como música deliciosa". En realidad, la cosa no llegó a estertores y tampoco se puede llamar música al estruendo de la feria; pero metafóricamente, contra todo pronóstico, fue una delicia.
Perdimos, por supuesto, a nuestros amigos, encontramos a otros, tuvimos que hacer colas y pagar tickets, chocar de frente con padres que también daban vueltas frenéticas por la pista de los coches de choques buscando uno libre para sus retoños, correr a un cuarto de baño, volver a la cola, y todo lo propio de esta fiesta típica. Pero los niños disfrutaban y uno se cruza con esas nubes difusas de adolescentes y le entran unas ganas intensivas de disfrutar de los niños mientras pueda. Nada menos íntimo que una feria tan jaleosa y bullanguera como la del Puerto, pero la mano de mi hijo en mi mano… Con ese estado de espíritu, llegué a pensar (¡y todavía no había pasado por ninguna barra de ninguna caseta!) que la mejor feria de mi vida estaba siendo el día de los cacharritos, del que había querido huir como un cobarde hacía tres horas. Cuando ya yéndonos, me preguntó mi mujer si no quería un poco de la nube de algodón dulce que había comprado con las últimas monedas a los niños, contesté que no. Más dulzura, y me da una subida de azúcar. En secreto, por dentro, ya iba en una nube de algodón rosa.
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