ANDAMOS siempre buscando lo mejor para nuestras vidas. Muchas veces sin ton ni son. En lo personal o en lo público. En lo cercano y en lo lejano. En lo pretérito o en lo nuevo. Casi siempre es un mero justificante para pasar el tiempo. La anormalidad diaria es mucho más consistente. El nuevo escenario está repleto de calles levantadas, máquinas ensordecedoras y de gente moviéndose por todos los rincones, cuando deberían ser tiempos de recogimiento y de acopio de víveres ante el próximo confinamiento. Las nuevas tecnologías nos enganchan en otra nueva normalidad de ciencia ficción protagonista de una odisea del espacio como algo inalcanzable. La gente desayuna, compra, viaja y hasta se muere dentro de una normalidad repleta de sin sentidos. Esta pseudonormalidad de las últimas semanas ha acabado, por mimetismo, por crear un prototipo de jerezano o de madrileño más propio de películas de Almodóvar en el que hay que aparentar normalidad aunque las cosas estén torcidas y además teniendo la capacidad de vender lo cotidiano como algo especial. De esa forma, las ciudades parecen contrahechas a remolque de los hechos, los ciudadanos cortados por el mismo rasero, los bares empecinados en tener que estar abiertos, las familias queriendo apurar las últimas horas de existencia como unidad infrasocial y los niños y niñas aprendiendo a ser pequeños bajitos adultos disfrazados con máscaras de carnaval en tiempos de Halloween. De los mayores de edad, mejor ni hablar. Están haciendo un trabajo estupendo para regocijo de políticos, científicos y demás gestores de epidemias. Se están amoldando a las circunstancias como encantadores monstruitos robotizados a los que se le da cuerda para que anden o se les quita las pilas para que no molesten. De fábula.

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