Todo hace pensar que el próximo 10-N volveremos a las urnas. El fin del bipartidismo nos dejó en herencia gobiernos inestables, mayorías raquíticas y alguna coalición indeseable. Los partidos primaron la estrategia y olvidaron la razón de su existencia: organizar la gobernanza y controlarla en pos del pluralismo y el bien común. La consideración ciudadana sobre los partidos y los políticos vive horas bajas; no veíamos tanto desapego desde las crisis de los regímenes liberales. Y sin embargo los partidos son pieza insustituible en el juego democrático. Una contradicción en toda regla. Una serie histórica de encuestas sobre los partidos políticos en las democracias occidentales, dejan bien claro que una mayoría apabullante del común estima a la democracia como el mejor sistema donde transitar la vida y que los partidos políticos son imprescindibles para mantener las democracias a flote. Sin embargo la valoración sobre los partidos en particular y los políticos en especial es desastrosa. Piensan que la mayoría de ellos son corruptos, que si no han robado, están agazapados esperando la oportunidad, que son todos iguales y no resuelven nuestros problemas, que su discurso es uno en la oposición y otro en el gobierno. Hay práctica unanimidad en recelar de su financiación, casi nadie quiere que se les subvencione, pero tampoco contribuir con un solo euro a sostenerlos. Son diana fácil para desahogar las frustraciones de una sociedad que exige cada vez más, y más pronto. Nos sigue faltando en este primer mundo cultura política y nos sobra prepotencia. Ir de nuevo a elecciones no es lo mejor, pero no es ningún trauma. Aquí al menos, votamos en libertad. Y además, podemos hacerlo en conciencia, eligiendo la opción que más se acerque a nuestra forma de pensar y ver el mundo. Tampoco es tan malo. Ya quisieran muchos.
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