Jane Austen me hace una gracia continua, y de lo que más cuando en Persuasión constata que «una señorita, sin familia, es la mejor conservadora de muebles del mundo». Naturalmente hay que entenderlo a sensu contrario. Una casa con niños es la abominación de la desolación para los viejos muebles. Y eso que Jane no conoció un confinamiento.

Van cayendo también, como los últimos de Filipinas, los nuevos aparatos informáticos. El homeschooling es una plaga de langostas. Los micrófonos están afónicos, las pantallas titilan, los sistemas operativos renquean, las memorias rebosan y los cargadores se desploman, exhaustos. Nos quejamos de nuestro estrés laboral, pero el de los gadgets debe de ser otra dimensión.

Cada vez quedan menos, cunde la angustia de su escasez y yo me paso el día exigiendo a grito pelado delicadeza y paños calientes. Sin embargo, hace un rato, exasperado por la respiración de tuberculoso de mi ordenador, he decidido reiniciarlo, que es la reparación informática a mi alcance. En el tortuoso proceso, se me ha ocurrido una idea, y he corrido a apuntarla, pero tampoco quedaba en el lapicero ningún bolígrafo (que ésa es otra, miss Austen) y he echado mano de lo único que había: un rotulador.

Que era tan potente que traspasaba el papel y podía estar (ay, Jane, Jane) cargándose la mesa de mi despacho, que fue del abuelo de mi mujer. He corrido a escribir sobre la tableta, que ya limpiaría después, si acaso. Dicho y hecho, pero no limpiada, no, que el rotulador era… de tinta permanente. He pintarrajeado de negro eterno la pantalla numantina de uno de nuestros últimos aparatos operativos.

¿Ha sido eso lo peor? Ojalá. Mientras lo frotaba frenéticamente con alcohol (con un alcohol escaso que necesitamos para chorrear las llaves y las suelas de los zapatos cuando llegamos a casa), he caído en la cuenta de lo más humillante de todo. Si esto me lo llega a hacer uno de los niños, hubiese montado en una cólera veterotestamentaria y jupiterina; pero ahí estaba yo, deshaciéndome en autoindulgencia, excusas, empatías y misericordias.

Ahora lo escribo para no olvidarme de juzgar las equivocaciones y torpezas de los demás con la misma equidad flemática con la que pondero, qué le vamos a hacer, las mías. Podría, por supuesto, aplicarme la misma severidad con que condeno a los demás y yo sería igual de equidistante, pero, para ser sinceros, eso ni me sale ni me conviene.

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