Porque me parece un buen ejemplo de la discordancia entre la teórica inclusión laboral de los discapacitados, tan pomposamente proclamada por el buenismo oficial, y la realidad práctica, en tantas ocasiones desalentadora, traigo hoy aquí las vicisitudes de Carmen Lafuente, una joven bióloga que sufre de glaucoma (su porcentaje de visión ronda el 5%), atrapada ahora en un verdadero infierno administrativo. En febrero de 2019, Carmen, superando sus limitaciones, obtiene el número uno en la oposición al BIR (el MIR de los biólogos), en el turno reservado para personas con discapacidad. Tras elegir especialidad (bioquímica clínica), opta por el Hospital de Basurto en Bilbao. Comienza allí su odisea: no encuentra la menor facilidad para su incorporación. Harta de desprecios y obstáculos, pide el traslado al Hospital Ramón y Cajal de Madrid, en el que había realizado sin inconvenientes sus prácticas. Sin embargo, nada mejora. A pesar de que su nuevo destino sí cuenta con el material necesario para optimizar sus capacidades, es rechazada porque su presencia enlentece los procesos y no resulta rentable. Como el plazo se le termina, solicita al Ministerio una solución, sea en esa especialidad o en otra. La respuesta le llega en octubre de este año: le van a quitar la plaza. Y, a pesar de sus alegaciones, eso finalmente ocurre a principios del presente mes. A Carmen ya sólo le queda el largo camino de los tribunales.

Más allá de la peripecia concreta de Lafuente, uno tiene que preguntarse cómo es posible que se alienten las esperanzas de un discapacitado, incluso permitiéndole opositar, para después negarle lo que se ha ganado con su admirable esfuerzo. En absoluto sirven las leyes integradoras si, llegado el momento, no existe ninguna voluntad de procurar su aplicación efectiva. Como me consta que no es un caso aislado, fundamenta mi reproche de hipocresía a una regulación plagada de excelentes intenciones, aunque, al tiempo, demasiadas veces desoída e inútil.

No hay ruindad mayor que la de ilusionar el difícil futuro de estas personas para acabar cercenando sus expectativas. Y como esto, casi todo: vivimos en una sociedad de magníficas razones y escasísimas obras, aupada en falacias baldías, indiferente, a la hora de la verdad, ante el dolor ajeno. Un mundo de propaganda, embustero y artificioso, que sigue dejando en la cuneta -lo hizo siempre- a los enfermos, a los desfavorecidos y a los débiles.

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