Octubre rojo... y gualda

Vivimos momentos de volatilidad e inestabilidad, cada vez más parecidos a los del otoño pasado

S I algo puso en evidencia el brutal pulso al Estado que el secesionismo catalán planteó durante el pasado otoño es que en España aún hay un pueblo que se niega a perder su dignidad y a cancelar su futuro, y que ese pueblo tiene un Rey. Justo un siglo después de la sangrienta revolución roja de 1917, España protagonizó su pequeña y pacífica, pero decisiva, revolución roja... y gualda cuando los balcones de todo el país florecieron, y en campos y talleres se improvisaron mástiles para hacer ondear, como nunca antes ondeara, la bandera que nos une y garantiza la libertad y la igualdad de los españoles. Y así, y en grandes manifestaciones jubilosas, se rechazó a la fiera amenazante cuando muchos creían que ya estaba todo perdido.

Aunque los frutos de aquel memorable discurso regio del 3 de octubre y del movimiento patriótico que generó fueran prontamente malbaratados por la cobardía de Mariano Rajoy -¿quién se acuerda ya de ese señor?- y de su pupila Soraya, el recuerdo de lo que entonces sucedió, la advertencia que contiene, es aún suficiente para mantener agazapados a los insurrectos y a los que, desde el propio Gobierno de la nación, actúan como sus valedores y cómplices. En su momento, cuando tantos se entregaban al oropel del Gobierno bonito, desde aquí ya se advirtió que el verdadero objetivo de la operación Pedro Sánchez era desmontar el frente judicial contra el secesionismo, único verdaderamente activo muy en contra de los deseos del Gobierno del PP de entonces, para dar paso a la solución política que todos guardan con el mayor sigilo. El providencial hundimiento de Dolores Delgado como ministra de Justicia la ha inhabilitado para esa misión, y la debilidad de Sánchez es tal que no sólo se muestra incapaz de gobernar el país, es que ni siquiera sirve ya para garantizar los compromisos que le auparon al poder. Al ultimátum de Torra me remito.

De nuevo vivimos momentos de enorme volatilidad e inestabilidad, cada vez más parecidos a los del otoño pasado. Tanto se parecen que habrían hecho ya necesaria una intervención discreta de don Felipe si no fuera porque los pueblos no debieran acostumbrarse a los milagros de sus reyes. Es aún la hora de los políticos, especialmente de Rivera y de Casado. El pueblo vuelve a hacer alarde de paciencia, pero hoy sabemos que no es infinita ni debe confundirse con la indiferencia.

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