Vivimos en función de oleajes. No los de Costa Ballena o los del Palmar cuando sube la marea. Las olas con adjetivo calificativo que suele aclarar los términos. En esto de las oleadas nos estamos convirtiendo en protagonistas indirectos. Vivimos como lo hace el mar. Por oleadas. Por culpa de los avances tecnológicos, las prerrogativas de los mandamases y las salidas de tono, las olas son ahora las definitorias de un tipo de vida que nos sumerge en lo que ellas quieran. Por aquello de murciélagos, talibanes, aumento de las temperaturas o aseveraciones cualitativas sobre las cantidades ordinales que los medios de comunicación quieren inventar, las olas de la pandemia están llegando a sembrar muchas dudas entre los posibles infectados.

Para colmo, ahora aparece el invento posmoderno de las olas de calor que, en realidad, son las mismas de todos los años, pero que sirven para cuantificar portadas de telediarios. Lo de la globalización es capaz de inventar que la ola de la pandemia de Jerez sea la misma infecciosa que la que está acabando con la suerte de miles de niñas y mujeres en Afganistán o, que por arte de la magia mágico religiosa de los machos imbuidos de otra ola, la más antigua de todas, la de la idiocia testosterónica de civilizaciones en busca de dictadura neuronal sigan campando en sus anchas. Funcionamos por impulso, por eso, no es por recordar el parque scout.

Lo cierto es que la memoria histórica tiene entre sus lágrimas la posibilidad de sentir, que como hace décadas, un tal Adolfo, de apellido Hitler, no quería saber nada de los gitanos y que ahora, esos gitanos imprescindibles de la fiesta de la Bulería, giman con su compás para que muchas niñas y mujeres afganas puedan acabar viniendo con ilusión a Jerez a ser felices bailando bulerías. Qué pena que el Guadalete no tenga oleadas para que el windsurf histórico sea tendencia.

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