Pasa en todos los teatros del mundo. Las tablas que sirven de escenario para representar un drama en tres actos -de esos que se resuelven a cuchillo- resulta que a los dos días acogen el estreno de una astracanada, y así el público se puede mear de risa por el mismo precio. En Cataluña ocurre lo mismo. A pesar de haberse convertido en un escenario siniestro (sobre todo para quienes no comulgan con el imperativo oficial separatista) y a pesar de mascarse una tragedia que esperemos no termine de cuajar, también hay margen para la comedia.

Con toda su solemnidad patriótica, Cataluña está a la altura de las circunstancias y sabe transformarse en el paraíso de la cuchufleta. Si nos paramos a analizarlas, las razones que se barajan en la cuestión independentista se podrían exponer con la ayuda de un matasuegras. Y como el Gobierno de España está dispuesto a jugar con las mismas armas que esgrimen los sediciosos, para lograr que a Barcelona nadie le arrebate este liderazgo como capital internacional del sainete, ha decidido atracar allí mismo un barco que sirva de alojamiento a las tropas movilizadas de la Guardia Civil: algo que en principio no tendría nada de particular si no fuese porque en el casco de ese barco no luce el escudo de la Armada ni la insignia del Ministerio de Interior, sino unas caricaturas la mar de cachondas de aquellos personajes de dibujos animados que tanto alegraron nuestra infancia: Piolín, Silvestre, el Pato Lucas...

Desconozco las razones estratégicas que puede haber detrás de todo esto (ya que sofocar una sedición con tropas que han pasado la noche durmiendo en una especie de jardín de infancia flotante escapa a mi capacidad de comprensión). Pero sí que me puedo imaginar al teniente coronel de la Guardia Civil negociando precios en la agencia de viajes. Me lo figuro repasando folletos de cruceros, explicándole al dependiente que para esta operación no hace falta orquesta -porque se trata de una misión especial en la que nos jugamos mucho los españoles- y descartando la oferta de otras embarcaciones por no acabar de convencerle ni ese buque tan chulo con la Pantera Rosa ni aquella fragata que tiene pintada la Sirenita donde debería ir el puente de mando.

Presentarse a imponer el orden y la ley con barcos decorados a base de muñecotes de colorines y lindos gatitos puede sonar a chufla. Pero ojo, también puede formar parte de una táctica de combate tan revolucionaria que desconcierte a los propios sediciosos. ¿No hay en el mundo secesionista un ingrediente saltimbanqui? ¿No están jugando a la revolución como si estuvieran en la hora del recreo? Entonces ¿por qué las fuerzas de seguridad no van a personarse allí también como quien va a animar una fiesta de cumpleaños? Puede que el conflicto tenga arreglo con una solución marca ACME -como diría el corresponsal Carlos Piedras- y puede que todo logre zanjarse gracias a una guerra sin cuartel: una guerra de tartas, con barricadas de piruletas y arrojándose merengues a la cara. ¿El único inconveniente? Que eso no hay quien se lo trague.

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