La semana pasada millones de personas en el mundo pudieron ver la bendición Urbi et Orbi. La imagen de una Plaza de San Pedro sombría, desierta, casi apocalíptica, resultó desoladora. Llovía, no sé si como profecía de un nuevo diluvio o porque el cielo no pudo contener las lágrimas y las derramó sobre aquella plaza aterradoramente silenciosa.

Pensé en las ofensas que el mundo ha infligido a la vida y a las leyes naturales. No sé por qué recordé las plagas de Egipto y la huida de los israelitas. También a Sodoma y Gomorra con aquellos ángeles que apremiaron a Lot a abandonar la ciudad. Ahora hay otros ángeles que luchan para rescatarnos y mitigar el daño causado por quienes en lugar de protegernos permanecieron indolentes ante la urgencia. Estamos inmersos en una pandemia que podemos conjugar en primera persona y en segunda y en tercera y en todas porque nos hiere en cada mirada, en cada rostro, en cada adiós.

Me estremecí al ver al pontífice subir pesadamente la escalinata, como si nos llevara a todos sobre sus hombros. Pero su figura blanca no se detuvo. Nos dijo, que como a los discípulos de Jesús, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa que nos ha hecho sentir asustados y perdidos, conscientes de nuestra fragilidad, de que todos vamos en la misma barca y de que estamos llamados a remar unidos. En palabras de Francisco esta situación ha desenmascarado nuestras falsas seguridades a la vez que ha dejado al descubierto el abandono en que se tenían las cosas que alimentan, sostienen y fortalecen no solo nuestras vidas sino las de la comunidad.

Cuando esto pase habrá que rehacer muchas cosas y abolir la indiferencia. Será la hora de reconocernos, aceptarnos y reunir los trozos de amor al prójimo que nos metimos en el bolsillo y no entregamos. También será el momento, por qué no, de mirar al cielo en busca de Dios, porque aunque lo hayan echado de casi todos los sitios, sigue estando en el corazón de millones de personas que creemos en Él y esperamos en Él.

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