Pájaros y migas

Vicente Gallego ha escrito un excelente manual de cómo disfrutar el verano (y la vida, pero estamos en verano)

Puede que usted no lo necesite y, entonces, no digo nada; pero A pájaros y migas, el último libro de poemas de Vicente Gallego, es, entre otras cosas, un excelente manual de cómo disfrutar el verano (y la vida, pero estamos en verano). Se trata de un curso avanzado de contemplación, serenidad y gratitud.

Los grandes placeres pueden deberse a cosas muy pequeñas. «Ciruelas, besáis como ninguna», dice. Los pájaros que cantan en el vecindario vienen «a pagarnos con creces/ las letras de este piso». A los que temen que se les escurran los días de vacaciones, les enseña que el secreto está en la concentración: «Todo el verano al vuelo/ de estos visillos blancos».

El libro es deudor de la poesía hímnica de Claudio Rodríguez, pero, por su afán de cantar las cosas cotidianas, adquiere un aire de haiku. No de japonería, ojo, ni imita su disposición estrófica, sino por el satori, esto es, por el deslumbramiento ante la realidad. El silencio, clave de los haikus, Gallego lo produce con lo más parecido al silencio: versos cortos, blancos, heptasílabos y desnudos de metáforas y casi de sintaxis. Sus haikus de incógnito se esconden en otros versos que hacen las veces de prístina página en blanco. Ya lo avisa él: «Que una palabra queme/ y otra no».

Ahora bien, qué bien queman las que queman. «Caminos, qué cabales,/ cómo sabéis guardaros/ del llegar y el partir» o «En un charco se bebe/ el color de la tarde/ un mirlo negro». Sólo en la página 113 se atreve a darnos un haiku exento: «Ramas de perejil,/ qué finas sois,/ y os dan de balde».

Su extraordinaria visión poética se posa en lo más ordinario: una partida de petanca, una vecina vieja que saluda alegre, la droguería Casa Paqui, un polígono industrial, un gorrión y, muy especialmente, las labores del hogar: la cocina, la sobremesa, la plancha, el tendedero, los pucheros… Son unas odas elementales, pero mucho más elementales que las de Neruda. «A oídos de amor sobran palabras», advertía la cita inicial de Mario Míguez.

Inesperadamente, el último poema del libro es una estremecida elegía a la muerte de su sobrina Aroa («pero esos ojos tuyos/ de las últimas tardes,/ esas aguas serenas,/ esos cielos callados,/ eran ya la belleza/ de dios, pequeña mía,/ y nos miraban»). Toda la delicadeza de la mirada de Vicente Gallego es la de los ojos de Aroa, ya inolvidables. Su aceptación honda de la vida es completa; y él nos la da de balde.

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