Pasta de caña de maíz dio forma a este Cristo, conservado, como una rara reliquia, en un retablo rococó, blanco y dorado, de la iglesia de Santo Domingo. De una anatomía algo esquemática, sólo la pronunciada caída lateral de la cabeza rompe la rigidez con que fue modelado, por manos indígenas, en el México del siglo XVI. Su peso liviano hizo ideal este tipo de crucificados para las incipientes procesiones penitenciales del quinientos. Estudiado por Manuel Romero y restaurado por Paz Barbero recientemente, constituye un valioso testigo de toda una época, muy distante, en tantos sentidos, de la actual.

En la víspera de la entrada de la cuaresma retomamos, un año más, el repaso por la imaginería pasionista no procesional. En este ocasión, llamaremos la atención sobre determinadas esculturas que en otro tiempo tuvieron una notable presencia en nuestras calles hasta que la posterior evolución de la Semana Santa las terminó recluyendo en el interior de los templos.

De las cuatro obras que conformarán esta variopinta colección, el crucificado mexicano de los dominicos es la única que no pertenece hoy a una hermandad. Incluso hay que reconocer su original uso procesional como una hipótesis. Eso sí, muy sugerente. En este sentido, Romero Bejarano propone que pudiera corresponderse con un documentado Cristo procedente "de Indias" que adquiere una extinta hermandad, la de San Benito, en 1588 y que pudo acabar en Santo Domingo tras la extinción de su cofradía varias décadas después. Una teoría nada desdeñable, como tampoco lo sería que hubiera sido propiedad de otra hermandad perdida y con sede en esta iglesia por entonces, la de los negros. Pero, al margen de disquisiciones, la persistencia renovada de este Cristo de la Salud sigue manteniendo la memoria, por fortuna, de una exótica manera de concebir la escultura religiosa.

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