Mi relación con los pasos de cebra es blanca y negra como los pasos de cebra. Por lo blanco, son el primer chiste que entendí. Muy niño, iba de la mano de un amigo de mi abuelo por Murcia. Don Antonio Maurandi era bajo (pero no me lo parecía, porque yo era muy pequeño) y tenía voz de bajo (que me lo parecía más, porque yo era muy pequeño). Olía a puro y a colonia. Cuando llegamos a un paso de cebra, me paró en seco de un tirón apretado y dijo ceremoniosamente: "Bienaventurados los que creen en los pasos de cebra… ¡porque pronto verán a Dios!" Quedé deslumbrado. Dicen que el primer amor es inolvidable. El primer humor, al menos en mi caso, más.

Luego vino la banda negra. Los más exquisitos decían que en España éramos unos bárbaros que no frenábamos en los pasos de cebra como en Inglaterra. Me fastidiaba. Después, en Inglaterra, vi que los pasos de cebras tenían unas farolitas para avisar al conductor. También que allí identificaron la Iglesia con el Estado, de modo que les resultaba lógico sacralizar el derecho positivo. No era sólo el misticismo castellano ("ven muerte tan escondida, que muero porque no muero, etc.") lo que nos los hacía cruzar tan a lo loco.

Más tarde, alguien queridísimo murió a resultas de un accidente en un paso de cebra. Como era buenísimo, cumpliría casi con total seguridad la parte luminosa del humor negro del viejo chiste, inesperadamente profético.

Por último, me ponen negro esas personas que cruzan por los pasos de cebra como si fuesen la norma suprema del orden constitucional, y no hacen ni un leve gesto de agradecimiento al cívico frenazo. Seguro que el delito de sedición de los nacionalistas catalanes les parece menos sacro. Me temo que la extrema conciencia de los derechos propios es ahora uno de los "valores" más instalados en España.

Por todo lo cual, celebré muchísimo ayer a una señora mayor que pretendía cruzar por mitad de la calle, aunque tenía un paso de cebra a diez metros. Los ingleses la habrían hecho andar más, pero le pillaba mejor por ahí. Por supuesto, paré en seco y ella me lo agradeció con una sonrisa beatífica, mientras pasaba o procesionaba solemnemente por donde le daba su real gana. La anciana era una rebelde contra tantísimo estatismo; y por eso tenía esas maneras tan exquisitas. Yo frené en seco no porque obligase ningún código de circulación, sino porque lo hacía el código de honor. Los dos salimos ganando.

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