LA vieja ley del indulto ha sido un instrumento eficaz para la corrección de muchas situaciones que no estaban en la mano del tribunal sentenciador enmendar. La distancia entre los hechos enjuiciados y la imposición de la pena, las circunstancias cambiantes de un reo que había superado su etapa delictiva e insertado en la sociedad, el sincero arrepentimiento -y a veces la reparación del daño causado-, el aval del entorno y en no pocos casos la recomendación de esta medida en la propia sentencia, han hecho que, previo informe favorable de la fiscalía, los diversos gobiernos hayan concedido multitud de indultos más que justificados. La prerrogativa constitucional del Ejecutivo tiene sus límites, una liturgia procedimental concreta y unos precedentes en el acervo histórico de los que no parece oportuno desmarcarse.

La más que posible concesión de indultos a los condenados por la sedición del 1-O es no sólo un puntapié a una sólida tradición jurídica, sino una patada en toda la boca del estómago a nuestra joven democracia, obligada a resignarse a esta humillación disfrazada de buenas intenciones de concordia y distensión. Los indultados si llega el caso, lejos del propósito de enmienda, nos chulean con la amenaza de que lo volverán a intentar. Lo más terrible de esta indecencia es que el Presidente y sus gurús nos tomen por idiotas y nos receten pastillas de concordia, píldoras contra la sed de venganza y afirmen que lo hacen por el bien del país, que es tiempo para la política y no para el ajuste de cuentas.

El Gobierno es el primer beneficiado de este pecaminoso indulto, porque su sostenimiento depende en gran medida de las exigencias de los golpistas. Sólo por eso, debería abstenerse. Pero no lo duden, los indultará. Y eso porque no tiene capacidad legal para una amnistía, que si no, nos íbamos a enterar.

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