Hablando en el desierto

FRANCISCO / BEJARANO

Patria potestad

LOS padres de un muchacho, de quince años ahora, no lo inscribieron en el Registro Civil al nacer ni lo mandaron a colegio alguno luego, y la Policía, Servicios Sociales, Fiscalía de Menores, Dirección General de Dependencia, Infancia y Familia se han enterado y han puesto en marcha la fría maquinaria protectora pública. A los padres les habían quitado con anterioridad la custodia de dos hijos, declarados en desamparo, y no parecían dispuestos a perder al tercero. No sabemos más de esta noticia infrecuente, pero algo parece claro y otro poco se deduce: los padres no querían perder a ninguno de sus hijos, y los hijos donde están mejor es con sus padres, aunque vivan pobremente, siempre que la pobreza no exceda de unos límites ni haya derivado hacia circunstancias peores que las de la misma pobreza.

Uno, de momento, se pone de parte de los padres y le preguntaría al hijo qué piensa de todo esto. Vería si la familia es desnaturalizada, degenerada o miserable, o todo junto, y, si no era nada de lo dicho, inscribiría al muchacho en el Registro y aplicaría el Derecho Romano de los romanos, porque cuando las instituciones públicas se aprestan para salvarnos son de temer. Las obligaciones de los padres para con los hijos no deberían sobrepasar las que dispone la naturaleza, la que termina por tener razón. Cuestión aparte son las recomendaciones convenientes de libre cumplimiento. Autores antiguos y modernos sobran para saber que, salvo rarezas, los padres quieren a sus hijos más que los hijos a los padres, y que intervenir con leyes en los buenos sentimientos particulares, si no es para favorecerlos, es una de las forma de la soberbia que hace desgraciadas a las personas con la ilusa idea de hacerlas felices.

Cuando las ideologías adquieren poder y legislan para hacernos felices, mejor es esconderse. En todos los tiempos hubo hombres avisados que se apartaban en despoblado, islas alejadas y cuevas de las montañas para huir de la idea común de la felicidad y encontrar alguna por su propia cuenta. Los estudios conocidos sobre la felicidad de los niños dicen que tan feliz es el pobre como el rico, siempre que se sienta querido por la familia y las personas allegadas. Sentirse querido es lo primero para una mente educada. Los poderes públicos pueden darnos la riqueza y la abundancia, pero no nos quieren, por más que se arroguen la facultad de otorgarnos por gracia la felicidad, como si fueran reyes de derecho divino con poder para curar la escrófula.

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