En mala hora se le ocurrió opinar sobre la Semana Santa. ¿Pero la nueva consejera de Igualdad de qué guindo se nos ha caído? ¿Qué se creía, que vivía en Nueva York? Menudo despiste hay que tener. Con la cantidad de temas que había para despachar en Andalucía (donde se puede discutir abiertamente sobre los goles del Betis, sobre el arte que tenía Picasso pintando cubos o sobre la mejor manera de rebozar los boquerones), esta onubense atolondrada tuvo que meterse un día a opinar sobre la Semana Santa. Y no precisamente para proclamar en un pregón que se le saltaban las lágrimas de emoción cada vez que el aroma a incienso se le mezclaba en el alma con el del azahar, sino para decir que las procesiones son unos desfiles de hipocresía, rancias, etcétera.

Es verdad que lo dijo hace años, en un periódico local y cuando a ella ni se le pasaría por la imaginación dedicarse jamás a gobernar comunidades autónomas. Pero claro, la vida da muchas volteretas y cuando se quiso dar cuenta ya había dejado de escribir esos artículos en la prensa sobre los demás para que fuéramos los demás los que los escribiéramos sobre ella. Así que su estreno en la escena política no ha podido ser menos airoso: ha tenido que debutar poniéndose de rodillas para pedir perdón por aquellas herejías que, si lo llega a saber, en vez de firmarlas con su nombre -que es Rocío- habrían acabado en la papelera.

Quizás nadie se lo advirtiera, pero a la política hay que venir opinada ya de casa, porque luego saltan los rastreadores de pasados turbios y -de igual manera que se le ha descubierto a algún presidente de los Estados Unidos su afición a fumar marihuana en los tiempos de la universidad- se le han descubierto a la señora consejera estos pecados de juventud que le pueden pasar factura. Y se la pueden pasar por haberse atrevido a pisar terreno sagrado, metiéndose donde nadie la llamaba, razones por las cuales ahora tiene que pedir disculpas, no solo ante los sectores más conservadores (que se sienten perseguidos por el azote del laicismo), sino también ante una izquierda que tampoco la perdona: en su caso por ser tan clasista que ni respeta las tradiciones del pueblo llano.

Afortunadamente la política también amansa a las fieras y -de la misma forma que se perdona a algunos diputados sus discursos incendiarios del pasado, y se les permite que sigan acudiendo al Congreso sin corbata, pero con la condición de que se compren un chalet en Galapagar- a esta señora seguro que le perdonarán su pasado revoltoso.

Cuando ella disponga, podrá demostrar, vistiendo de mantilla el jueves santo, o haciendo donativos de dinero público a esas cofradías agraviadas, que todo lo que dijo contra las procesiones (o a favor de la cultura árabe, que por lo visto es el colmo de la tolerancia y de la lucha feminista) no fueron más que chistes de mal gusto; y podrá dejar claro que está profundamente arrepentida. O que si por ella fuese, la Semana Santa tendría que durar hasta mediados de octubre.

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