Ni en las redes sociales, donde es la costumbre, puedo protestar de las redes sociales. Les debo mucho. Lo último: un profesor de mis lejanos años universitarios, que ahora enseña en Galicia, ha comenzado a leer mis artículos gracias a ellas. Se llama Pedro Serna, como el maravilloso pintor murciano, al que alguna vez he elogiado en estos artículos. No es casualidad: son primos.

Pero mi admiración por el profesor no es por la consanguinidad, y tampoco por un amor desmedido al Derecho. Él tuvo bastante que ver, aunque lo ignora, en mi vocación literaria. Por partida doble.

Cuando me daba clase en 1º de Derecho, cayeron en sus manos dos sonetos míos primerizos. Me citó con toda seriedad en su despacho para comentármelos. Uno le parecía malo y otro le valía. Le vi un brillo malicioso (bondadosamente malicioso) en la mirada cuando me desmenuzaba lo malo que era el malo. Pero no me importó por tres poderosas razones: primero, porque alguien les había echado cuenta, oh, a los sonetos, y alguien tan prestigioso y apreciado. Segundo, porque me salvaba el otro, y eso siempre vale el doble. Y, en tercer lugar, porque tenía razón, y la verdad es impagable. Así me enseñó a agradecer las críticas, lo que es fundamental para una carrera literaria o, al menos, para no agriarse mucho en el intento.

En 5º de carrera, pasó algo todavía más influyente. Me presenté a su examen para subir nota, que consistía en una reflexión sobre alguna cuestión de Filosofía del Derecho. Cuando vi la pregunta, me poseyó el furor opinativo y me lancé a defender mi postura, muy personal y contracorriente. Salí más ancho que pancho, aunque asumiendo que había sacrificado el sobresaliente en el altar de la libertad de pensamiento y expresión. Cuando unos días después me lo crucé en el pasillo, don Pedro Serna me dijo que le había gustado mi examen por dos cosas: por la originalidad del pensamiento y por el vigor expresivo.

Muchas veces, y cuando escribo "muchas veces" quiero decir "muchos días" desde entonces, ante un artículo peliagudo y astifino, he recordado aquello y, repitiéndome entre dientes el juicio de aquel lejano profesor, me he echado a los medios sabiendo que además, si luego había revolcón, también me había entrenado a sonreír a las críticas. Que ahora las redes sociales me permitan ser leído y agradecérselo y que mi brindis cruce España de Cádiz a Santiago de Compostela no es poca cosa.

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