Aunque típicamente decimonónica, en tanto que asociada a la formulación del racismo como ideología sostenida por una mezcla de novedosos argumentos seudocientíficos y viejísimos prejuicios culturales, la alerta contra el peligro amarillo nació del contexto colonial de las últimas décadas del siglo antepasado y se beneficiaba de un imaginario en el que las hordas asiáticas, percibidas como partes de una misma amenaza representada por los pueblos mongoloides, asolaban cíclicamente las tierras europeas. Que de hecho fueran las potencias occidentales las que esquilmaban los recursos de las regiones objeto de su afán imperialista, bajo una coartada civilizadora apenas encubierta por el interés depredador, no impidió que ese miedo ancestral alimentara los discursos de traficantes y aventureros y se trasladara a la cultura popular, en la que las colonias de emigrados aparecían como una quinta columna dispuesta a colaborar en la destrucción de nuestro mundo. A la prevención de la que hablaban los portavoces del supremacismo blanco se unió tras los procesos de independencia la cínica consideración, defendida por los partidarios de una realpolitik errada e irresponsable, de que era preferible que las naciones atrasadas estuvieran sometidas a regímenes férreos que contuvieran su potencial de desarrollo a costa de esclavizar a los súbditos. La casi completa desaparición de las tiranías comunistas, sin embargo, trastocó el equilibrio de poderes, con una asombrosa excepción híbrida, la República Popular China, donde el partido único dejó atrás el socialismo sin renunciar a la dictadura. Decía Revel que un sistema totalitario no puede liberalizarse a fondo sin destruirse, puesto que el "triple monopolio" de las iniciativas política, económica e ideológica es imprescindible para evitar su hundimiento. La regla o profecía, como sabemos, se confirmó espectacularmente en el caso de la URSS y sus satélites, pero no en el de China que no sólo no se ha hundido, sino que entregándose al capitalismo más desaforado y manteniendo una fachada doctrinal reducida a folclore, ha alcanzado una pujanza arrolladora sin que el Estado, gobernado por una casta incombustible, haya aflojado un milímetro el control omnímodo sobre la población de su inmenso territorio. El peligro, hoy, no viene tanto de la rivalidad comercial como del temor a que su peculiar modelo, como se aprecia ya en la Rusia postsoviética, contagie el desdén hacia los procedimientos formales de las democracias y acabe socavado las libertades sin las que no puede hablarse -por más que les pese a los nostálgicos del autoritarismo- de una prosperidad que merezca ese nombre.

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