Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Peluquín

Alguno habrá imaginado a Puigdemont en el campo del Sevilla disfrazado de utillero del Girona

La primera consecuencia de la aplicación del artículo 155 en Cataluña fue la derrota del Madrid en Montilivi frente al Girona. Es posible que el resultado se hubiera pactado con los servicios secretos del Estado para evitar que un triunfo madridista, tan reciente la descomposición de todo el entramado independentista, se pudiera interpretar como una prueba de anexionismo imperialista y centralista. Carles Puigdemont disfrutó con el triunfo del equipo de la ciudad donde nunca debió dejar de ser su alcalde para convertirse en este remedo de beatle de Cádiz transportado desde Gerona hasta Puerta Tierra en uno de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Obviamente, el Girona ganó en buena lid aquel partido a un Madrid disfrazado de Mollerusa, pero como ficción política no estaría mal esa hipótesis de la derrota política, como aquel aprobado político que concedían los profesores condescendientes. Ayer imaginé que Puigdemont había llegado disfrazado a Sevilla para ver a su equipo en el Sánchez-Pizjuán. De utillero o de repartidor de esteladas. Muchos habrán imaginado la entrada subrepticia -la palabra clandestina le quedaría muy grande- del ex alcalde de Gerona en territorio español. Santiago Carrillo lo tuvo mucho más fácil. Su cómplice en aquella prodigiosa aventura fue Teodulfo Lagunero y en sus memorias titula ese episodio como El año de la peluca. La desventaja de Puigdemont para pasar desapercibido es que venía con la peluca puesta. A Carrillo se la facilitó Gonzalo Arias, el peluquero personal de Pablo Picasso. El 7 de febrero de 1976, con Carlos Arias Navarro en la Presidencia del Gobierno, salieron de Montpellier en un Mercedes Blanco conducido por una señora extranjera. Una choferesa, como Cela.

A Carrillo le cogió en España, él sí clandestino, la declaración del espíritu del 12 de febrero por parte de Arias Navarro. Se alojó en un chalé madrileño de El Viso comprado por el propio Lagunero, tipo interesantísimo, ya nonagenario, millonario de izquierdas que llegó a financiar el Partido Comunista con negocios inmobiliarios en la Costa Azul. Fue con Carrillo y su peluca -como López Vázquez en Mi querida señorita- a la plaza de toros de Valencia, donde reconoció a Sara Montiel, a la que había conocido en la Rumanía de Ceausescu. El pelo de Puigdemont viene de fábrica. No es una peluca del peluquero de Picasso. Ni de Dalí.

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