Para cualquier intelectual que se precie no existe parangón en honra y nombradía que saberse Académico (Correspondiente o Numerario) de una –o varias- de las Reales Academias de España. Subyace en este sentido como un acuerdo tácito y atemporal –indestructible, jamás voladizo- que traspasa generaciones y debates abiertos. Las Reales Academias mantienen a machamartillo su rango a pesar del relativismo imperante y del intento de desprestigio de según qué afamados escritores de época o de los febles modismos siempre cíclicos del indiferentismo social.

El tiempo –como la cantinela del poeta- pasa y pasa, el mundo continúa dando vueltas sobre su propio eje, los pájaros de Juan Ramón Jiménez siguen cantando y las Reales Academias no varían un ápice su fundamento idiosincrásico. Porque acaso –como el fulgor de lo inmarchitable- representan la cimera excelencia en los campos de las Ciencias, las Letras y las Artes. Excelencia, en efecto, no taxativamente por la a veces mal interpretada ufanía (o el acechante pudor) del tratamiento de ‘ilustrísimo’ concedido a sus dignos integrantes sino por la imbatible e incontestable inmunidad institucional que estas prestigiosísimas corporaciones condensan en su magma de valores esenciales, en la reputación de sus miembros y en la consagrada estabilidad e independencia frente a subrepticios intereses económicos y políticos.

Nacidas bajo la neoclásica luminaria de la Ilustración y siempre amparadas taxativamente por la Corona, las Reales Academias de España constituyen el sanctasanctórum de una inviolable alteza humanista de continuo agavillada a la defensa de la Cultura Universal y al noble cultivo del saber y el pensamiento y asimismo a la expansiva difusión del conocimiento. Sin olvidar tampoco su funcionalidad de órgano consultivo en aras “de aportar luz sobre los complejos problemas de nuestros días”.

España ha contado entre los hijos de su fecunda tierra con un académico de pro que supo encarnar –como ningún otro durante seis décadas- los mandamientos referenciales de las Reales Academias de España. Un académico paradigmático, cultísimo, caballeroso, agudo y bonachón a partes iguales, trabajador a ultranza… José María Pemán fue a las Academias –especialmente a la Real Academia Española- lo que su virtud personal a la cultura universal: un todo, un tótem, un talismán, un vaso comunicante, un pulmón aristotélico, un amor platónico, una piedra filosofal, un continuum, un libro de estilo, la etiqueta de lustre e ilustre, el vademécum contra el estreñimiento mental, la clase, la erudición creadora, el nivel y el desnivel, la dicción y la distinción, el patriarcado y la gracia, el sí a la ironía y el no al cinismo.

Franco, tras la Guerra Civil, encargó a Pemán la reconstitución de la Real Academia Española y éste sólo puso como condición que permaneciesen en sus puestos de académicos todos cuantos lo fuesen antes de la contienda fratricida, sin distinción de banderías ni ideologías. José María Pemán formó parte del cuerpo de académicos –bien en calidad de Numerario o de Correspondiente- de muchísimas de las Reales Academias incorporadas al Real Instituto de España.

Pemán fue un académico ejemplar. Supo sustantivar su concepción de la cultura universal e inyectarla a todas sus propuestas, gestiones e intervenciones públicas. Un humanista de altos vuelos. Un académico que –según indicara años más tarde Javier Tusell- supo evolucionar hacia un sincero talante democratizador de la sociedad para convertirse en artífice vehicular de libertades y hacedor de no pocos aspectos de la modernidad. Dejó atrás, incluso académicamente hablando, posiciones más totalitarias para ubicarse en un liberalismo democrático de corte europeo y occidental (sin abandonar nunca el trípode de los postulados de sus máximas fidelidades: el catolicismo, el valor de la familia y la monarquía). Pemán fue un académico cuya condición –parafraseando al clásico- permanentemente “estuvo estacionada en lo más lúcido de la concavidad de la conciencia”. Conste en acta antes de que alguna goma de borrar certifique que Pemán jamás fue académico, ni gaditano/jerezano, ni articulista y ni nació siquiera. El fanatismo, el revanchismo y el rencor a menudo confunden el trasero con las cuatro témporas.

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