POr más que las películas lo idealicen, me horroriza desayunar en la cama. Cuando el desayuno es un placer, es decir, cuando se le puede dedicar tiempo y nos hemos levantado a una hora decente (ni demasiado temprano ni demasiado tarde), forma parte imprescindible de él, junto a una buena rebanada de pan de verdad y un café solo, el Diario. Poder saborear en silencio y sin interrupciones las noticias y artículos de opinión, con la libertad de empezar por donde uno quiera, es para mí la mejor manera de iniciar el día. Un lujo que sólo disfruto en plenitud los fines de semana.

Dicen los agoreros que la prensa escrita en papel, tal como la disfrutamos hoy desaparecerá, pero yo no me lo creo. Es como si me dijeran que van a desaparecer los molletes porque se venda mucho el insípido pan de molde. Recordemos que la tele no acabó con la radio.

Es cierto que la crisis también afecta a los periódicos. Es un hecho constatable que hay menos gente que los compra y la publicidad, que es su principal fuente de financiación, se está abriendo al campo digital. Todos sabemos que cuando alguien quiere algo se va a internet a buscarlo y a perderse a la vez. Esta crisis, como todas las que últimamente están dando la cara, es generalizada y afecta a las empresas editoras mundiales. Sin embargo, no creo que haya menos lectores de prensa sino que estos se han diversificado entre los periódicos de papel y los digitales, aún cuando estos últimos tienen el inconveniente de estar incompletos y la ventaja de ser gratuitos.

Dado que el capital de las empresas editoras es humano, dependerá su supervivencia de la valía profesional e independencia de sus periodistas y colaboradores. De su reconocimiento. A la empresa que publicita habrá que ofrecerle algo más que caracteres y al lector algo distinto a una fiambrera de regalo. La clave una vez más está en la calidad y en dar lo que otros no pueden dar.

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