Supongo que, como a cualquier hijo de vecino, a ustedes les pasará lo mismo que a mí: cuando los hechos nos superan, es difícil abstraerse, quedarse callado, y tendemos, aunque sea modestamente, a opinar. Es lo que me ocurre a mí en el momento de escribir estas líneas, que abordo con la conciencia de que existen cientos de análisis y comentarios, más autorizados seguro que los míos. No por ello voy a dejar de expresar lo que, como ciudadano, pienso y siento. Por ejemplo, que me encuentro cansado, decepcionado, pero, sobre todo, muy pesimista. Obviamente, me estoy refiriendo a la situación catalana, que avanza hacia terrenos de difícil reversibilidad. Con la bandera de una ensoñación nacionalista que, según mi punto de vista, es tan legítima como romántica e irreal, se ha dividido a una sociedad que conocimos abierta y tolerante, hospitalaria con todos los que a ella alguna vez acudimos. «Benvinguts, paseu, paseu…», cantaba el genial Jaume Sisa, y nosotros lo entendimos como una hermosa metáfora. Si aquella división era ya grave y preocupante, los acontecimientos más recientes suponen un gran paso hacia el abismo, y más desde el momento en que están alentados desde las mismas instituciones, aquellas que deben ser garantes e impulsores de la convivencia pacífica. Con un discurso excluyente, de tintes xenófobos, se han creado las condiciones para una radicalidad que, de forma inevitable, conduce a la violencia, como se ha podido observar. Una situación fuera de control a la que se dan respuestas erráticas, contradictorias y con declaraciones que alcanzan el delirio. Es tal la confusión de funciones, que uno no sabe ya a qué atenerse. Muchas de las herramientas que habíamos aprendido para la sociedad que salió de una larga dictadura han dejado ya de ser útiles. Esa es una de las razones, que no la única, que me provocan ese pesimismo.

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