La presidencia de Trump, además de poner en riesgo la tranquilidad de todos, supone el más importante éxito conseguido hasta el momento por la legión de tontos que medran en nuestro desquiciado mundo. Es fácilmente comprobable que son muchos y que cada vez alcanzan mayor relevancia: no hay día en el que nos ahorren el pasmo de sus sandeces, ocurrencias y majaderías. Tercos como mulas, se afanan sin descanso en la tarea de banalizar cuanto tocan. Sería un error fatal el considerarlos inocuos: los tontos son verdaderamente peligrosos, una plaga capaz de acabar con cualquier organización humana. El tópico según el cual resulta menos arriesgado enfrentarse a un malvado inteligente que a un necio buenista es indubitadamente cierto: desconocedores del pragmatismo, inhabilitados para valorar los matices, fundamentalistas de la memez, no queda margen alguno para coexistir en el universo de su huera ortodoxia.

Cuando conquistan poder, desarrollan, además, un formidable instinto de conservación: con minuciosidad temible, van desplazando de su entorno a quienes pudieran azorarles. Encuentran en la mediocridad su mejor defensa y la imponen con total disciplina. Sólo así resulta explicable la nómina de acémilas que, pasito a pasito, se han ido instalando en la mayoría de nuestras estructuras: del Gobierno a la escuela, de la política a la magistratura, de la economía a la administración se multiplican los cerebros desiertos que lideran nuestros destinos.

Queda por dilucidar si se trata de una plaga moderna o si, en cambio, la proporción entre lúcidos y obtusos se ha mantenido más o menos constante a lo largo de los siglos. Primo Aprile, en su Elogio del imbécil, sostiene que aumentan, que funciona una especie de selección natural a la inversa propiciada por la normal cautela e inacción de los cretinos. A mí no me convence. La tasa, intuyo, permanece estable. La novedad estriba en que ahora a los estultos se les ve más: la televisión, internet, los medios de los que hoy gozan para difundir sus disparates causan la falsa impresión de un embrutecimiento progresivo.

Y al cabo, también, el que son infinitamente más osados: el analfabeto funcional, otrora intimidado y retraído, alardea en la actualidad de su ignorancia, la exhibe con soberbia e incluso desprecia y se ríe de lo intelectual. En esto sí que hemos empeorado: en el extraño orgullo que el bobo, más bobo que nunca, llega a sentir por su bobería.

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