He dejado de ver las cosas como antes. Hasta ayer mismo a mí me ponían por delante una caja de puros, una barra de pan o el faro de Trafalgar y yo, desde mi ingenuidad, lo que veía era sencillamente eso: puros, barras de pan y faros de Trafalgar. Pero ahora me han abierto los ojos. Desde la picantona intervención de nuestra ministra de Justicia en una emisora de radio (en la que bautizó a los partidos que se habían manifestado contra el Gobierno socialista como la "derecha trifálica") reconozco que nada volverá a ser lo mismo.

De hecho, ya no es que haya dejado de ver simples morcillas en las morcillas -y ahora vea en ellas una evidente proclama conservadora-. Es que en los propios líderes de esos tres partidos de derechas me cuesta ya ver a meros políticos. Por culpa de la ministra ahora empiezo a verles a todos ellos como unos tíos macizos, tirando a chulos, de los que animan en tanga algunas despedidas de soltera; mientras que a las parlamentarias de esas formaciones he dejado de verlas también como señoras decentes para imaginármelas más bien como hembras histéricas luchando por prenderles billetes a esos machotes en el elástico del taparrabos.

Desde que leímos a Freud a nadie se le escapa que, al admirar un obelisco, lo que estamos admirando en el fondo es un derroche faraónico de masculinidad. Pero en lo que no habíamos caído es en la asociación que se podía establecer también entre virilidad y parlamentarismo; entre lo macho y la bandera, entre la testosterona y ciertas ideas (así defienda esas ideas una señora que acaba de salir de misa con el abanico y con las perlas.)

Y no es que me inquiete pasar por el escaparate de una sex shop y ver, en su exhibición de cipotes vibradores, una invitación subliminal a votar por esos partidos conservadores, pero reconozco que este paralelismo entre lo fálico y la derecha, entre lo vaginal y lo progresista, nos coloca a muchos en un dilema político. O en una encrucijada de identidad sexual, que tampoco es para tomarse a broma.

Los que alcanzamos la mayoría de edad en un concepto antiguo de la derecha y la izquierda (basado en la defensa de unas reivindicaciones que tenían más que ver con las igualdades civiles que con las diferencias en la entrepierna) ahora nos sentimos perdidos cuando hay que decidir el voto entre diversas propuestas genitales.

Reconozco que en mis prejuicios estaba el de asociar ciertas prendas de abrigo acolchadas con un perfil concreto de votante, igual que asociaba determinados cortes de pelo con el independentismo vasco, o relacionaba esa forma tan particular de recortarse el bigotito que tienen algunos con la nostalgia franquista. Pero de ahí a despachar el espectro político -como ha hecho la ministra- llamándonos eunucos a los señores que nos sentimos progresistas, y llamando más o menos marimachos a las señoras que defienden la opción contraria, invita a pensar que se ha inspirado en aquella campaña, muy venérea también, donde se pregonaba abiertamente que los niños tienen pilila, pero las niñas no.

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