Pollo volador

En España llevamos comiendo medianamente desde Elena Santonja en adelante

Elpollo, el Gallus gallus domesticus en la clasificación de Linneo, se ha puesto por las nubes. Pero no porque haya alzado el vuelo, un vuelo gallináceo, naturalmente, camino de mejores climas, sino porque la inflación lo está poniendo en el tramo de las carnes selectas, y no en la socorrida horquilla de las carnes nutritivas e insípidas con que íbamos sorteando nuestro déficit de proteínas. Quién le iba a decir al tierno y decorativo ministro de Consumo, don Alberto Garzón, que acabaría por salirse con la suya en la cuestión avícola. Eso sí, con un matiz que no carece de importancia. Si al final dejamos de acudir a las gallináceas no será por una súbita conciencia ecológica, sino por una delicada e inelegante cuestión pecuniaria.

Ya dijimos aquí, con el asunto de las granjas, que el español había dado el salto de Alfredo Landa a Pau Gasol cuando empezó a catar el pollo en los sesenta. Y fue también ahí, probablemente, cuando el celtíbero aprendió a comer con profusión de cubiertos y paladeando el agua, como Alejandro Dumas. Quiere decirse, pues, que en España llevamos comiendo medianamente desde Elena Santonja en adelante. Y que si ahora debemos racionar el pollo, antes aprendimos a comerlo con fingida desgana -cosas de nuevos ricos- en Grimod de la Reynière y la marquesa de Parabere. Como se ve, lo malo de la "cesta de la compra", melancólica expresión de los economistas, es que con la inflación uno acaba viendo más cesta de la apetecida. A lo cual debe sumarse que el remedio para la inflación, ay, no es otro que un incremento de precios: el precio del dinero y la cuota de las hipotecas. De modo que todo se conjura, en el otoño inminente, para que el español se convierta en un español garzonita, esto es, escaso de pollo.

Por lo dicho (al viejo Carpanta de Escobar me remito), uno entiende que el Gallus gallus es un indicador sentimental, y no solo económico. No hace tanto que empezamos a comer civilizadamente, apenas dos generaciones, y fue en la conquista del pollo donde cabría fijar el comienzo de una abundancia que no lo era, y el umbral de una prosperidad que hoy se ralentiza dramáticamente, como se nos advierte desde numerosas instancias. De momento, no parece que debamos volver a los 50, cuando España olía a verdura hervida y a desdicha. No obstante, el pollo, a nuestros ojos, adquiere ya otra consideración. Con septiembre asomado a las ventanas, el pollo tiene el prestigio del faisán y la altivez del ganso.

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