Es demasiado pronto. Si a un niño de ocho años se le coloca a los mandos de un avión de pasajeros, dudo mucho que sepa pilotarlo. Y si se le pone por delante el Tratado de Cocotología de Unamuno, lo normal es que no acabe de captar en toda su profundidad las ideas de don Miguel sobre ese asunto tan anguloso. Pero si se le da al chavea un teléfono móvil, casi seguro que sabrá hacer las mismas cosas que las que saben hacer sus papás. Me refiero a las cosas que saben hacer sus papás con un teléfono.

Como los han usado desde que iban en tacataca, los nacidos en este siglo se manejan estupendamente con todos esos aparatos electrónicos, razón por la cual, si se lo propusieran, sabrían buscar en un soplo información detallada sobre el imperio austro-húngaro. O sobre las películas de Kurosawa. Pero como a los ocho años el cine de Kurosawa suele interesar poco y el imperio austro-húngaro tampoco es que atraiga especialmente, muchos de esos críos, cuando navegan por internet, lo primero que buscan es porno. (Para ser exactos, uno de cada cuatro niños a esa edad en la que deberían divertirse bailando el trompo ya brujulean a la caza de páginas sólo para adultos.)

Se me hace difícil imaginar qué tipo de sensaciones tendrá una criatura de ocho años viendo en la pantalla a un señor, dale que te pego, con una señora en pelotas. O a un señor con otro señor en pleno meneo. O al mismo tipo con dos señoras, o con unas cuantas señoras más y un guacamayo, que en esto de darse el refregón, la combinatoria es prácticamente inagotable. Y se me hace difícil imaginarlo porque los críos de mi generación tuvimos un conocimiento del sexo más bien basado en deducciones fantasiosas que en evidencias empíricas. De hecho, lo más cerca que estábamos de presenciar apareamientos pasaba por ver a los perros callejeros engancharse cuando les llegaba la época de celo.

Tampoco sé el alcance de los estragos que puede provocar en el desarrollo de la personalidad iniciarse en estas cuestiones curioseando unas escenas que suelen estar más cerca de la violación que de la poesía de Bécquer. Imagino que mirarán aquello como quien mira a las hienas de los documentales comiéndose a una cebra: por simple curiosidad científica. Pero no lo tengo claro.

Lo que sí parece claro es que aquella herramienta milagrosa que iba a sacar a los alumnos del analfabetismo a través de las pantallas tiene grandes ventajas, pero unos inconvenientes igual de grandes. Y no soy de los que piensan que el progreso es un asco y que, para evitar las ejecuciones en la silla eléctrica, deberíamos volver a iluminarnos con antorchas. Pero habrá que estar más atentos a lo que ven los niños cuando se encierran en su cuarto, pues hay bastantes cosas que se aprenden por imitación y en un momento dado, por ver documentales de hienas, cuando sean mayores no van a comerse a las cebras crudas, pero sí que pueden entender, viendo porno desde chicos, que para disfrutar del sexo es indispensable acostarse con todo el mundo, montar orgías hasta en el ascensor y aguantar que te traten como a una perra.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios