Nos iniciábamos en el sexo muy pronto. En cuanto aprendíamos a leer, los niños de mi quinta casi lo primero que hacíamos era buscar en el diccionario el significado de todas aquellas palabrotas que tuvieran que ver con la entrepierna y sus alrededores. Se nos ponían los ojos saltones al comprobar que algunas de esas palabras venían allí, aunque significaran otra cosa que no tenía nada que ver, y nos meábamos de risa porque nadie esperaba que en unos libros tan serios como eran los diccionarios pudieran aparecer semejantes cochinadas.

En nuestro interés por descubrir los misterios de la procreación, valía casi todo para ilustrarse: lo mismo nos servía una maja de Goya -a ser posible la que iba más ligera de ropa- que nos apañábamos con un retrato de Eva, a la que por entonces pensábamos que habían expulsado del Paraíso precisamente por ir siempre en pelotas. De las muñecas sacábamos pocas conclusiones, ya que la industria juguetera por aquella época estaba muy reñida con la ciencia y apenas ponían empeño los fabricantes en detallar unas partes del cuerpo que, para nuestro asombro, eran exactamente iguales en una nancy rubia que en un geyperman con toda la barba.

Pero ahora no. Ya no hace falta buscar en las enciclopedias de arte para aprender un poco de anatomía porque en internet viene todo eso y más. Vienen las tres Gracias de Rubens y los frescos de la Capilla Sixtina. Pero también viene un surtido de pornografía a lo vivo que los críos, a la misma edad a la que nosotros nos partíamos de risa comprobando que en el diccionario aparecía la palabra 'chocho', ahora pueden verlos en todo su esplendor y de todos los pelajes.

A la edad en la que nosotros ni sospechábamos quién era el marqués de Sade, ahora un chaval, mientras le traen la merienda, se puede entretener viendo una película en la que una señora con caperuza de cuero le pega latigazos a un gordo con ligueros. De hecho, no es que algunos críos lo hagan a veces, es que la mitad de los niños visitan páginas porno en internet, y ya digo, la oferta es tan impresionante que los autores del Kama Sutra quedarían hoy a la altura de Walt Disney.

Como herramienta que es, internet vale para publicar la receta de la tarta de manzana que hacía la abuela, pero también para descargarse una receta con la que fabricar explosivos para hacer saltar por los aires a la abuela con sus malditas tartas.

Eso tiene sus peligros. Por tanto, ¿no habría que buscar una solución? Entre aquella generación nuestra (la de los que vivíamos angustiados por lo larga que se nos iba a hacer la eternidad en el infierno si seguíamos mirando aquellas revistas que había siempre en los talleres mecánicos) y esta de los chavales que, si tienen el capricho de ver una orgía entre animadoras y jugadores de rugby, no tienen más que teclearlo en su ordenador -que seguro que la encuentran-, debería haber un término medio. Y es que en el medio suele estar la virtud. La virtud y la entrepierna.

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