Suponga que después de muchos años de trabajo y ahorro, usted adquiere una segunda vivienda para sacarle una renta que le permita vivir mejor. Suponga que le van los deportes de riesgo y se convierte en un arrendador, alguien que prefiere el refugio del ladrillo como inversión para su jubilación porque las pensiones son cada vez más exiguas. Si esa es su forma de pensar, sepa que se ha convertido en sospechoso social de pertenecer a un oscuro fondo buitre, a alguna logia explotadora de los desheredados que carecen de techo. Si le okupan la casa, dese por muerto, no podrá echarlos en meses en el mejor de los casos, después de un largo peregrinar por la policía, los juzgados y el despacho de su abogado. Si es su inquilino quien deja de pagarle, dese también por muerto, vivirá casi un año a coste cero en su propiedad. La impotencia será su única compañía. Muchos vecinos cabreados en Portugalete, en Vizcaya y en otros puntos del país empiezan a levantarse, a organizarse para defenderse de los okupas, que lejos de ser vistos como delincuentes que fuerzan la propiedad ajena, son jaleados por opciones políticas radicales, que igual asaltan un supermercado que utilizan tu nombre en campaña electoral para coaccionarte porque después de diez años subes la renta a tu inquilino. La vivienda es un derecho, cierto, que nadie- nunca- debe ejercer por la fuerza; será encomienda del estado procurarla según qué casos, pero no a costa del esfuerzo ajeno, sino del colectivo. En España, los antisistema y los okupas campan a sus anchas, igual toman una ciudad que tu casa y cuando se van, lo dejan todo destrozado. Un estado que no proteja sin ambages la propiedad y la libertad es un estado fallido, abocado al fracaso. Piénselo antes de ir a votar el domingo, no vaya a ser que la próxima sea su casa. Entonces clamará justicia.

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