Desde que los teléfonos portables -posteriormente denominados para siempre móviles, aunque moverse no se muevan, al menos solos- empezaron a formar parte de nuestras vidas de manera inexorable, mucho se ha escrito del uso que hacemos de ellos y de cómo han ido modificando nuestros hábitos y costumbres. El asunto daría para un libro y pienso que sería divertido escribirlo, porque así es la observación de determinados comportamientos de nuestra humana condición. Recuerdo que, en los primeros años de uso de estos aparatos, lo que nos distinguía era el calentamiento al que sometíamos nuestro pabellón auditivo por mor de pegarnos el terminal a la oreja. Se decía por entonces que, si dentro de mil años estudiaran los restos de nuestra civilización, los investigadores se preguntarían el por qué de la querencia del homo sapiens a tener una mano junto a su parietal izquierdo o derecho. Convendrán conmigo en que esa es etapa superada. Ya suele resultar extraño ver al personal hablando por la calle con el móvil en la oreja. Con la de dispositivos que hay disponibles, es mucho más normal ver que la gente va como hablando sola por la calle, aunque todos sabemos que no es así. Existe otra modalidad de uso que últimamente prolifera y que me llama mucho la atención: se trata de acercar el dispositivo más o menos a la boca, en un ángulo de unos 45 grados, y gritarle a voz en cuello, se supone que porque está activado el altavoz. De esa forma, el diálogo es audible para los dos interlocutores, pero, sobre todo, es directamente público. Y eso es lo que me más me llama la atención: el total y absoluto desprecio por la privacidad de que hacemos gala. El otro día paseaba y me ira imposible abstraerme de la bronca que un señor, sentado en un banco, mantenía con alguien. Parece que a la gente no le importa que se escuchen sus conversaciones, pero les aseguro que a mí me molesta tener que oírlas.

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