Están las leyes, la política, la burocracia, la ministra y las teorías pedagógicas, pero enseñar es un arte. Todo lo anterior puede dificultarlo, incluso mucho, aunque, al final, por suerte, están los alumnos y el profesor y el arte de enseñar.

Ahí cada maestrillo tiene su librillo, su ley privada, diríamos, y hace bien en atenerse a ella. Mi secreto (a voces) es que me gusta mucho más aprender que enseñar. Es otra manifestación de mi proverbial egoísmo. El que aprende, se enriquece; el que enseña, se dona. Ese defecto moral, sin embargo, me resulta muy útil, porque mis alumnos, casi todos, detectan enseguida la envidia que les tengo. Dice uno de los versos de desamor más hermosos que recuerdo, escrito por Amalia Bautista: "Tengo envidia de mí cuando me amabas". Yo, parafraseándolo en la medida de mis posibilidades, digo: "Tengo envidia de mí cuando estudiaba". Ojalá estar en un pupitre ante un señor que tiene que exponerme en una hora todo lo que le ha costado media vida comprender y sintetizar. ¡Qué negocio!

Los alumnos, como son seres humanos, aprenden a entenderse en la mirada apreciativa del prójimo, como todos; y para eso mi envidia resulta iluminadora. Descubren su chollo en las ganas que tendría yo de disfrutarlo. Y lo disfruto, porque les celebro muy sinceramente cada vez que me enseñan algo nuevo, que es a menudo. Ya sea una moda última; o un enfoque nuevo sobre un aspecto del tema. Y siempre la mayor novedad del mundo, que es la personalidad única de cada cual, ante la que uno se pasma.

Cuando ese juego de espejos funciona, los alumnos acaban dándose cuenta de que tienen que defender su privilegio y que los más interesados en aprender son ellos. Si no, les tendré que exigir, qué remedio, porque ya explicó Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, ese maestro, que o uno se exige libremente a sí mismo o le tienen que exigir disciplinariamente desde fuera. A la larga no hay más alternativas. Pero el punto idóneo de la enseñanza se alcanza cuando los alumnos demandan al profesor que les explique porque saben quién sale ganando.

Y eso pasa. Quedan diez minutos de clase y se ha rematado un tema. El profesor propone que descansemos un poco, y los alumnos sugieren que, ya puestos a poco, mejor avancemos un poco. No se consigue con todos, pero el arte es así. Un profesor es como un burro flautista, y cuando suena la flauta, oh, entonces, sí que sí; y para siempre.

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