En este continuo cambio de sociedad y costumbres, de negocios que mueren y relucientes páginas virtuales que nos tientan a comprar más barato desde un portal, observo la mutación de hábitos como quien se agacha delante de un hormiguero espolvoreado de azúcar. Un ir y venir frenético, un comprar y cambiar o descambiar o devolver. A las casas no va el del butano, va el mensajero. Una nueva alienación. Nos lo explicarán futuros tratados en los que apareceremos como hormiguitas sesudas en el empeño vano de perder nuestra salud por una partícula ínfima de satisfacción; hormigas que acaban por cargarse su propio hormiguero o por convertirlo en algo distinto, menos habitable. Yo soy una de esas hormigas afanosas que cada vez que hace una compra por internet siente remordimiento y purga sus culpas comprando en las pocas tiendas de toda la vida que quedan. Este cambio provoca una comitiva fúnebre de comercios que no pisamos nunca, pero lloramos cuando los cierran.

Tengo alma de dependienta antigua, de las que disfrutaban enseñando el género y atendiendo a los clientes. De esas que sabían ponerse antipáticas cuando alguien llegaba sólo a enredar. En una floristería haría un ramo capaz de provocar una reconciliación. En una tienda de caprichos preguntaría al cliente si es para regalo y haría de una simple compra un maravilloso paquete envuelto con esmero. Si trabajara en una droguería me tiraría el día oliendo a esa mezcla química que menos mal que no se vende. De las papelerías no hablo porque tendría que tratarme por la dependencia. Sí, ya sé, que me deje de tonterías. En las tiendas bonitas ya no entra nadie y si fuera dependienta hace tiempo que me habrían despedido porque no podrían pagar mi sueldo.

Algunos negocios mueren, no por la venta telemática sino porque dejan de tener sentido. Los de regalos de boda, los de telas, las joyerías clásicas, los bazares. Va a cerrar Pedro López en Madrid, la firma más renombrada de plateros de España, con el contraste en forma de jeroglífico con un pez formando parte del sello. Y es que ya ni se regala plata porque se ensucia ni se come con cubiertos de plata. Ya no se entregan esas horribles placas con leyenda en letra inglesa al modo de las bandas de las coronas de flores para muertos. La vida cambia y yo misma me siento trasnochada, aunque sucumba a lo de ahora. En toda renovación hay resistencia y pérdida. Sólo en algunas, avance.

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