EL oro ha sido siempre el metal precioso más codiciado. Por atesorarlo han muerto y matado todas las civilizaciones. Por teñir todo de oro buscaron los alquimistas, sin éxito, la piedra filosofal. El oro se guarda y esconde, como hacen los avaros; o se labra y exhibe, como hacen los príncipes. Cuando los recursos no alcanzan para oro macizo se acude a recubrimientos superficiales y nacen los dorados –con más o menos micras- pero, en cualquier caso, superficiales. Se dora la madera, el bronce, la plata, el latón o el plástico… Entonces siendo todo dorado, nada es de oro. Pura ficción y trampantojo.

Ser dorado no es ser de oro, pero limpia, al menos, el pelo de la dehesa. El dorado es una coraza, un caparazón, una armadura refulgente que camufla algo menos noble. Grandes ciudades han dorado fachadas, edificios y mobiliario urbano. Dorados cautivadores coronan las cúpulas bulbosas de San Petersburgo o la cerrajería del parque Monceau, en París.

En esta búsqueda de la piedra filosofal, el hombre también se ha tropezado con diversas pócimas y potingues que remedan burdamente el color pero nunca las cualidades del oro. De entre ellas destaca la purpurina. La encontramos en los tres estados de la materia: líquida, sólida y gaseosa. Ni es oro, ni es dorado. Es el orillo de lo pobre, del querer y no poder, del lujo hortera.

Con cierta tristeza vemos cómo va entrando la purpurina en la ciudad. Son víctimas propicias las rejas de forja que, perseguidas por voraces doradores de lo pobre, pretenden convertir sus lanzas y macollas en cerrajería versallesca. Recientemente se ha restaurado el reloj-farola de Losada de 1857. Enhorabuena a los promotores. Sería necesario y técnicamente innovador. Pero al de la latita de purpurina…, pena de castillo con el Conde de Montecristo.

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