Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

TENER un hijo es preñarte la vida de un solo motivo: vivir por él. Enterrar a un hijo es como enterrar con él tu alma, que le persigue y deja en tierra tu cuerpo muerto.

El doctor que había tratado al pequeño de su inesperada meningitis en las últimas semanas certificó la muerte a sus padres. Sam yacía en la cama de su dormitorio, rodeado, en el recién estrenado sueño eterno, de pequeños osos de peluche y un tractor con el que imaginaba grandes aventuras por el campo. Prefería los tractores a los coches porque en un accidente uno lo dejó parapléjico a los tres años de edad. En la casa, sus padres habían eliminado todas las barreras que impedían la ágil movilidad que requiere un niño, pero ahora, a un lado de su cama articulada, lloraban los dos. Neil y Kazumi no querían separarse de su pequeño. Durante tres días y tres noches, la incomprensión por la injusticia que les había coronado su vida con tanta insistencia, les llevó a la conclusión de que nada en la vida tenía sentido sin su pequeño.

Neil se enamoró de inmediato de Kazumi. Los dos asumieron que debían apostar con valentía por su amor. Lucharon contra todas las barreras familiares y sociales. Desde Japón cruzaron el mundo después de haber calmado a sus respectivas familias para ir a Inglaterra. Pronto, de su matrimonio llegó el pequeño Sam. Tan moreno y con el pelo tan liso como su madre. Tan sonriente que los rasgos orientales impedían ver el color de sus ojos. A Neil y Kazumi la vida les puso otra vez a prueba cuando el accidente de coche dejó parapléjico a su hijo. Adaptaron sus trabajos y su casa a los cuidados del pequeño Sam. Una tarea difícil, pero gratificante, que se truncó cuando el niño cayó víctima de un brote de meningitis.

La noche del viernes, el alma de Sam reventaba en el interior de su cuerpo inerte para buscar su lugar en el mundo de vapores. Por eso Neil y Kazumi se apresuraron a cerrar todas las ventanas y puertas de la casa. Que nada saliera ni llegara más vida.

Nadie volvió a ver a la familia Puttick. Tres días después, un policía local hacía las tareas de vigilancia por la zona del acantilado de Beachy Head, en el condado de Sussex. Un acantilado donde, como pocos, hay un teléfono. Neil y Kazumi fueron hallados en la base del acantilado. Cuando el policía montó el dispositivo para acceder hasta ellos los encontró con dos mochilas amarradas en cada una de sus espaldas. Ella cargaba un montón de osos de peluche y un tractor de juguete. En la de él estaba el pequeño Sam. El joven matrimonio decidió ir a vivir donde se llevaban a su hijo. A esa ignota eternidad que iniciaron en un abismo misterioso. Nadie llegó a descolgar el teléfono del acantilado por el que se alerta a la policía de un posible suicidio. Los Puttick daban comunicando para la llamada de la vida.

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