Se piense lo que se piense acerca de los sacralizados logros de la generación de nuestros padres, en la que a veces se olvida que fueron todos, no sólo una parte, los que renunciaron a imponer su programa ideológico o su particular idea de España, no cabe negar que por primera vez en mucho tiempo la mayoría de los españoles empujó en una dirección de entendimiento, de modo que tanto los defensores de la dictadura como los que habían sufrido cárcel o exilio comprendieron, con contadas excepciones, que el único camino posible pasaba por forjar un acuerdo donde se encontraran los que hasta entonces eran no adversarios, sino enemigos a muerte. Había decenas de grupúsculos radicales y en la calle operaban bandas de asesinos, escuadristas descontrolados o supuestos defensores del orden que empleaban los mismos métodos, pero el grueso de la población no estaba, ni tampoco los políticos, por dirimir otra vez las diferencias a tiros. Ni los que habían hecho la guerra ni sus hijos querían volver a las andadas, como predecían y acaso deseaban los indolentes teóricos del cainismo insuperable. Con las crisis conocidas, pese a la persistencia del terrorismo y la oposición de los más recalcitrantes, la democracia se normalizó a gran velocidad y en sólo unos años el antiguo régimen parecía cosa de otro siglo. ¿En qué momento se quebró esa voluntad de convivencia, que no implicaba deserción de las ideas pero sí una cierta lealtad y sobre todo la resolución de enterrar a los demonios? La respuesta varía según el interlocutor, pero nadie duda de esa quiebra que no afecta sólo a los dirigentes, sino también a los ciudadanos, a la gente corriente que de nuevo, como en el pasado, se ha dividido en trincheras irreconciliables. El propio lenguaje, burdo, agresivo y extemporáneo, refleja una falla que los insensatos se empeñan en ahondar, jaleados por los matones que desde los poderes, en los medios o en las ciénagas extienden la criminalización -rojos, fascistas, empresarios malhechores, vividores subsidiados- a sectores enteros en los que al parecer no hay individuos, sino facciones o clases por definición culpables. Al mero deseo de concordia, los rabiosos heraldos del odio lo llaman equidistancia, como si su oligofrenia frentista señalara los dos polos entre los que los demás debemos situarnos. Pero no hay dos bandos, sino muchos, y si hubiera sólo dos el único del que merecería la pena formar parte sería el que integran las personas capaces de entender y de apreciar a quienes piensan, creen o sienten distinto. En el otro, chillando como cochinos excitados por la sangre, se revuelcan los que sin saberlo comparten la misma pocilga.

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