LAS élites artísticas e intelectuales tuvieron en España la influencia de su prestigio hasta no hace mucho tiempo. La izquierda había recalcado que la cultura era uno de los medios principales de redención de las clases proletarias, aunque luego se comprobara que el estudio y el saber ayudan a desenmascarar las manipulaciones políticas. Ministros y altos cargos de la II República se irritaban con los desórdenes callejeros, quemas de conventos e ingobernabilidad de España porque interrumpían sus investigaciones sobre san Juan de la Cruz o fray Antonio de Guevara. La cultura tenía prestigio en todos los niveles de la sociedad. Oí decir de niño: "Debemos inclinarnos ante la sabiduría, ante los grandes científicos y escritores, grandes médicos e inventores; pero no ante quienes el único argumento que pueden esgrimir es el tener mucho dinero." El dinero daba poder, no prestigio por sí mismo; la cultura, además de prestigio, daba para vivir con decoro.

Hace un siglo nació Rafael Lapesa, cuya famosa Historia de la lengua española era, y será, espero, de obligada consulta para los estudiantes españoles e hispanoamericanos de Filología en España y de cualquier universidad del mundo donde se estudiara español. Jorge Guillén le dedicó unos versos algo pétreos: "Una conducta justa por justeza,/ por precisión, por limpidez ¡qué rara!/ [ý] Ninguno más humano. Con linterna a lo Diógenes/ buscad sus pares, pocos." Lapesa es autor de otros ensayos y estudios sobre historia literaria recogidos en parte en De la Edad Media a nuestros días, pero ninguno alcanzó la difusión de la primera obra citada por las razones dichas. No es un libro divulgativo, sino para personas cultas; pero basta ser lector curioso y no tonto para disfrutar de los capítulos dedicados a las lenguas prerromanas, la adopción del latín y su conversión luego en las romances habladas hoy en España o perdidas, como el mozárabe o el leonés, sin olvidar el vascuence y su sinfín de latinismos, todo muy conveniente de saber cuando los avatares políticos nos quieren llevar a una nueva Babel.

Las élites intelectuales tuvieron un papel social de primer orden hasta poco después de la muerte de Franco. Todavía los más arriesgados escriben en los periódicos (Rodríguez Adrados, Gregorio Salvador), pero la impresión es que han hecho un silencio prudente o que no existen. Siempre fueron un poder aparte, por encima de las diferentes aristocracias (era otra aristocracia) y del poder político. Lo que dijeran Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset o Marañón no dejaban indiferentes a los distintos poderes. Hoy que el poder político pretende arrogarse el intelectual y el aristocrático, es justo recordar a Rafael Lapesa, un sabio prudente y discreto que no conocerá el olvido.

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