ESTAMOS asistiendo a un cambio de ciclo y somos los actores principales. Miramos con diferente mirada a los demás. Nos relacionamos a sabiendas del riesgo que corremos. Reiniciamos contactos sociales con recelo. No entendemos mucha de las situaciones. Pero es que, los que debían facilitarnos la convivencia, los directores de escena de todo esto, no ponen mucho de su parte. Estrategias inentendibles de vacunaciones. Comentarios sobre las horas de cierre dispares. Protocolos anti pandemia descafeinados. Noticias contradictorias según el lugar donde se viva. La casa sin barrer y el polvo entrando por las ventanas. Por eso, acabamos aceptando las incongruencias de manera natural y cotidiana. Palacios como el de Ifeca convertidos en vacunódromos donde las líneas de recepción, recogida y embalaje de mercancía parecen laberintos de ganado en los mejores días de la feria del caballo. Hospitales y centros de salud inaccesibles para el común de los mortales, haciendo de la consulta telefónica una nueva especialidad médica del siglo XXI. Grandes almacenes y supermercados aturdidos por la falta de consolidación de las medidas de distanciamiento social. Ayuntamientos reconvertidos en lugares de culto para el mantenimiento de la fe en el sillón de turno. Cosos taurinos donde el toro brilla por su ausencia y el albero se convierte en auténtico templo rociero al aire libre a imagen y semejanza de los añorados polvos del camino. Ferias fantasmagóricas en casi todos los pueblos con farolillos y bares y tabernas convertidas en casetas con nombre y apellidos premiadas directamente proporcional al nivel de maridaje feriante conseguido. Se trata, en suma, de una nueva salida de emergencia. De una forma de adaptación a los tiempos para deleite de los que tienen que reinventarse cada día en el intento de no sucumbir. La inteligencia práctica elevada a la enésima potencia.

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