Relatos de verano

Salvador Gutiérrez Solís

Los Resucitados (IV)

Se moría y resucitaba cuando le daba la gana: fue el primero y el único de Los Resucitados en controlar su catalepsia

Repartía Marcelino Torres pestiños cubiertos de miel y copitas de anís y de una mistela azucarada y empalagosa que te raspaba en la garganta cuando se produjo el milagro: apareció el difunto niño Carmelo gritando como poseso, subiendo los escalones de dos en dos, encogidito en su trajecito marítimo y militar de primera comunión.

"¡Mama, mama!", gritó el muchacho, como si el miedo o el susto le hubieran arrebatado el vocabulario y ya no supiera más palabras. Seguían a Carmelo, con los ojos desencajados y los pulmones entre los dientes, los vigilantes del cementerio. Las visitas, alucinadas y aterradas por lo que entendían como una aparición, y como si alguien les indicara el camino a seguir, comenzaron a saltar a la calle por las ventanas. Desde fuera se les podía ver chocando los unos contra los otros, o contra los adoquines de la acera. Cuentan que un cliente de la bodega estuvo a punto de ser aplastado por uno de los aterrorizados saltadores.

Aferrado a las más estrictas y descendentes reglas genéticas, y contradiciendo a la razón y a la probabilidad, heredó Carmelo la extraña cualidad de su padre Mariano y, tal vez, según cuentan, la de su abuelo. Es más, Carmelo engordó, y de qué manera, la herencia recibida. Muy pronto, él y toda su familia, su madre Angelita y su hermano Marce, pasaron a ser conocidos en toda la ciudad como "los de la casa de Los Resucitados", que bien podría emplearse para titular una de esas películas que cuesta calificar porque hasta el abecedario se queda corto en letras para hacerlo.

Curiosamente, un paso más, Carmelo fue el primero y único de Los Resucitados en controlar su catalepsia. Ahora, si me vuelvo a apretar la oreja, y ya está, y luego pienso en la oreja, quiero pensar en mi oreja, y ya está. Es decir, se moría y resucitaba cuando le daba la gana. Se dio cuenta tras su tercer fallecimiento. La técnica no podía ser más simple. Si Carmelo se apretaba el lóbulo de la oreja derecha durante diez segundos, con diez segundos bastaba, por no sé qué extraña combinación nerviosa o química, se moría al instante. Procuraba morirse en una cama o en su sofá, en algo blando, para no sufrir el golpe de la caída. Normal. Durante la muerte, que transcurría como en un extraño sueño de colores y formas descontroladas, le bastaba a Carmelo con pensar en la oreja, en la oreja apretada, para resucitar de nuevo.

Esto no se lo explicó Carmelo nunca a nadie, me refiero a la técnica de muerte y resurrección. Si ya es difícil que tomen en serio a un cataléptico -reincidente-, mucho más a alguien que controla su propia catalepsia. Por quinientas pesetas me muero y por otras quinientas resucito cuando tú digas. La gente pagaba por ver la actuación de Carmelo, hay gente muy morbosa, muy extraña, con gustos muy extraños, que pagan mucho dinero por cosas muy extrañas.

Estos negocios los tenía que llevar a cabo Carmelo cuando se ausentaban o no estaba cerca de su hermano Marce y su madre, más comedidos y prudentes en estos y otros menesteres. Aunque humildes, casi pobres, y catalépticos, Angelita, la madre, siempre les inculcó a sus dos hijos, desde muy pequeñitos, buenos hábitos y adoptar una vida honrada. Desgraciadamente, estas enseñanzas no siempre calan de la misma manera en todos los hijos.

Carmelo tenía una novia, Azucena, ancha de caderas y guapetona, llamativa desde donde y por donde la mirases, tenía mucho que mirar, es la verdad, a la que tenía continuamente chantajeada con sus muertes controladas. Si Azucena se cabreaba, si venía con ganas de guerra, comenzaba Carmelo como a morirse, y la muchacha tenía que variar el gesto, calmar la voz y los nervios, parecer hasta simpática, contenta incluso si veía al novio al borde de la muerte. Si Carmelo llegaba con ganas de lío, lío festivo y sexual, de intimidad, y Azucena le decía que no, por lo que fuera, por el periodo, porque le dolía la cabeza, por lo que sea, el muchacho le advertía que me quedo sin sangre, tienes que calmarme esto, que siento cómo el corazón deja de latirme y me muero en menos de dos minutos. Por supuesto, no podía Azucena plantearse dejar a Carmelo, ya que la amenaza se tornaba realidad, se le murió ante sus propios ojos la única vez que lo intentó. Menudo susto y menuda carga para los restos, de confirmarse el definitivo fallecimiento.

Puede que por esa ignorancia que dicen se padece durante la juventud, o por valentía, o por caradura, encontró Carmelo en su peculiar peculiaridad una forma fácil de ganar dinero, y durante dos o tres años anduvo desaparecido el muchacho. Nadie sabe lo que hizo o dónde estuvo, más rumores para alimentar la leyenda. Se fue Carmelo Torres sin despedirse, sin previo aviso, sólo con lo puesto, que según dicen ni un hatillo con pan y tocino se llevó.

Azucena, como es de comprender, agradeció la desaparición de Carmelo, pero su familia, Angelita, la enlutada madre y su hermano Marcelino, la padecieron como una auténtica tragedia, y también es de comprender, que el no saber duele en multitud de ocasiones tanto como el saber. Con las cosas que pasan, con las desgracias que nos cuentan cada día en la televisión y en los periódicos, es normal que la madre y el hermano pensaran y se pusieran en lo peor. Consiguieron movilizar a la Guardia Civil, a los vecinos del barrio, incluso en un programa de radio lo contaron, y durante un par de semanas estuvieron buscando a Carmelo sin encontrar ni una sola pista, nada de nada, como si se lo hubiera tragado la tierra.

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