Revolución silenciosa

En Portugal, apenas hay xenofobia, ni populismo y la idea de una Europa plena todavía moviliza a la gente

PORTUGAL, en los últimos años, de forma discreta, como es habitual en este vecino atlántico, está llevando a cabo una serie de cambios a los que se presta poca atención desde una España demasiado absorbida por las anacrónicas peripecias separatistas o por los intercambios de sospechas, delitos y penas en que se ha convertido la vida de sus partidos políticos. ¿Cómo no envidiar que, tras ser sometida a una dogmática purga por las instituciones europeas y descender a los infiernos provocados por tan extrema austeridad, la vieja Lusitania haya resucitado gracias a las buenas mañas y entendederas de unos cuantos partidos, más o menos de izquierda? Unos partidos que han sabido llegar a acuerdos y poner en funcionamiento el programa mínimo de supervivencia que los portugueses necesitaban. Es significativo, a este respecto, que los portugueses, ahora, cuando hablan de política y discuten de lo realizado por cada partido, rara vez sacan a relucir nombres propios. Quizás se han salvado por eso, porque no les ha tocado en suerte bregar con dirigentes estrellas, con egos muy poderosos, pero poco provistos de convicciones.

Además, este nuevo estado de ánimo portugués se palpa sobre todo en las calles, no es necesario consultar estadísticas. Aquella saudade que, hasta hace poco, se reconocía como una marca esencial de su carácter, está replegándose. La tristeza, la melancolía, el pesar y el dolor de vivir, exhibidos tanto tiempo casi con orgullo racial, empiezan a ser, cada día más, recuerdos, refugiados en el expresivo mundo de los fados, que los escritores y poetas continuarán cultivando, nostálgicos de su antiguo valor de literario. Pero, por fortuna, en Portugal comienzan a circular otros aires renovadores, de los que, por cierto, su vecina más próxima, España, está ausente. Lástima, porque en momentos así, sería oportuno tender más puentes ibéricos. Sobre todo porque, a pesar del trauma económico impuesto por las instituciones europeas, en Portugal no se ha incubado el mismo resentimiento existente en otro países. Apenas hay xenofobia ni populismo, y la idea de una Europa plena todavía moviliza a la gente. Y ante esta nueva situación lusitana, surge, pues, la gran pregunta: ¿cómo se ha conseguido ilusionar así, de nuevo, a un pueblo que lo ha pasado tan mal? ¿Cómo se ha logrado encerrar el fatalismo de la saudade en libros y museos, mientras que una revolución pausada y silenciosa penetra en la vida portuguesa? ¿Habría alguna posibilidad de provocar el milagro de su contagio al resto de la península?

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