Ni de los reyes ni de los magos, más bien de esos pequeños bajitos que nos joden con la pelota. De ellos son estos días. De las rubias mocosas, de los rizudis morenos y de los que están llenos de moratones. De los de pelo liso y de los de mirada penetrante. De los mimados, de las consentidas y de los cafres por naturaleza. De los que se comen los mocos y de los que, cuando se duermen, parecen angelitos celestiales. De los que maman hasta los seis años, de los que solo comen molido o de los que todo lo parten. De ellos y ellas es la celebración final de sus vacaciones de Navidad. De sus ilusiones son esta noche y el día de mañana. Al menos, una noche y un día, aunque deberían ser 365 días y 500 noches. De esa preciosa manera que tienen de embaucar, de hacer mimitos y de ronear con quienes les interesa. De la enorme sacudida de emoción con que cimbrean a sus congéneres mayores, sin recovecos ni segundas intenciones. De esa maravillosa inocencia con las que son capaces de provocar emisiones de saliva en sus yayos. De esa forma única de ver la vida que se tiene cuando se tienen dientes de leche, cuando se vive mirando siempre hacia arriba en busca de unas manos o cuando se empieza a investigar el mundo tan inmenso que les rodea. De esa extraña madurez con la que empiezan gateando, andando, dialogando, intuyendo y teniendo el mayor de los sentidos: el sentido común.

Porque de los otros, no es esta noche. De los de pelo en el pecho, maquillaje, gomina, dinero o alcohol no es esta fiesta. No es de ellos. No puede ser de ellos. Bastante tienen con fabricar armas, hacer guerras, crear problemas y joder a los demás. No es la fiesta de los que se creen adultos para convertirse en críticos y verdugos de sí mismos y de los demás. Es el único momento del año que hace pensar en que eso de crecer parece una aberración de la humanidad.

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