Imagínense la escena: una sesión de un congreso de literatura, un centenar de personas, mayormente docentes, llenando la sala a una hora poco propicia de la tarde, un escritor hablándoles y la audiencia, literalmente -nunca mejor dicho-, partida de risa. A carcajada limpia, imparable, contagiosa. Convendrán conmigo en que no es lo que normalmente asociamos con una reunión de ese carácter, que siempre tendremos por algo más serio o sesudo. Quizás, si les desvelo que el susodicho evento estaba dedicado al humor en la literatura, puede que empiecen a comprenderlo, porque ese era el tema del XXI Congreso de la Fundación Caballero Bonald (FCB) celebrado la pasada semana en nuestra ciudad. Pero conste que, no por el tema, tiene que surgir la risa de forma obligada. Ese es privilegio de unos pocos. Ocurrió con el narrador Hipólito G. Navarro, tan surrealista en ocasiones y, unas horas antes, lo había hecho con Eduardo Mendicutti, que es un señor muy serio en apariencia. No puedo dar fe cierta de otros casos a los que no pude asistir, pero me consta que las risas también fueron abundantes en otras sesiones. Uno siente que esa risa parecía dignificada, redimida de una cierta mala fama entre esa intelectualidad que tradicionalmente la ha asociado con frivolidad o liviandad. Sabido es que el humor nunca ha tenido buena prensa dentro de las letras y que, además, tomado en serio y como objeto de estudio, ha recibido rigurosos análisis de importantes autores. Precisamente, el escritor Antonio Orejudo orientó su conferencia de clausura en esa línea. De una u otra forma, vengo, como casi cada año, a celebrar la ocasión y el lujo que estos congresos suponen para la ciudad. El espacio de la sede se queda pequeño, rebasado, y hay congresistas que suman tantas asistencias como ediciones. Es, sin duda, una cita que no hay que dejar de apoyar.

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