La vanidad ciega a los políticos que abandonan la realidad al rival político o ideológico. Confían demasiado en su filosofía líquida, en sus medios de masas, en su habilidad para decidir qué significan las palabras, en su manejo presupuestario y en su capacidad para demonizar ad libitum. No negaré que esos instrumentos sean poderosísimos, pero la realidad es resiliente.

Aunque valdría como ejemplo que el partido supuestamente fascista haya sido el único que ha votado en el Congreso a favor de la separación de poderes; vamos con otro ejemplo (¿quién dijo "miedo"?) aún más candente. Cualquier advertencia contra la inmigración ilegal se tacha de insolidaridad o de xenofobia, y a quien la expresa se le saca a empujones de la conversación civilizada con cara de asco, ¿o no?

Pero el hecho es que, si la inmigración es ilegal y la amparamos con un manto de protección dialéctica, estamos fomentando una ilegalidad para empezar. Lo que no casa nada bien con el imperio de la ley, que es otro de los pilares, con la separación de poderes, de la democracia, qué casualidad.

Más serio aún es lo que viene después, que es el rápido regreso de la realidad por la puerta de atrás. Esa inmigración ilegal o esos refugiados que no son tales, sino que llegan en números crecientes en fraude de ley, no terminan de integrarse en muchos casos y en bastantes siguen, ya puestos, con la inercia de la ilegalidad más o menos grave; y hay casos, finalmente, como los de Niza o la decapitación del profesor Samuel Paty, que estallan en terrorismo islamista. Antes de que empiecen ustedes a gritarme que eso son excepciones, déjenme recordar que, justo por cerrar los ojos a tantísimos casos aislados, todo el peso obstinado de los hechos -que podría repartirse y matizarse- cae y caerá a favor de los pocos partidos o intelectuales que denuncian esas cuestiones expulsadas del debate y la reflexión.

La censura de lo políticamente correcto, en definitiva, otorga una fuerza insoslayable a quienes se zafan de ella, en principio pagando un precio, pero a larga cobrando hasta los intereses de demora. "El tiempo y yo contra otros dos", decía Carlos V, para ponderar el valor de la paciencia. Del mismo modo, a quien le dejan entero el campo de lo fáctico, podría decir "El tiempo, la realidad y yo contra otros tres", y tendría incluso más fuerza que el emperador. La realidad es lo último que yo regalaría a mi rival.

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