El limosnero del Papa, el cardenal Konrad Krajewski, entró hace unas noches en un edificio ocupado de Roma en la que mal viven 450 personas. Reactivó la corriente eléctrica; vivían sin luz por una deuda de 300.000 euros con la compañía eléctrica. El buen Cardenal había visitado la casa ocupada para dar algunos regalos a los niños y dijo que si al caer la tarde no había vuelto la luz, la activaría él. Dicho y hecho, reventó el precinto judicial, accedió a la sala de contadores y premio, se hizo la luz. Salió a los medios para asumir la responsabilidad ante la Policía y la compañía eléctrica. Con un par. No me digan que no es una historia romántica y épica, de novela. Tan es así, que al Cardenal lo llaman el Robin Hood del Vaticano. El apóstol del movimiento okupa, añadiría. Para más inri, el prelado había sido en su anterior vida, electricista; así cualquiera, el cura que me bautizó se hubiera electrocutado. Nadie duda del deber cristiano de actuar ante una situación como esa, con decenas de niños sin luz ni agua caliente, faltaría más. Pero si es posible, sin infringir la ley. El cardenal no es un proscrito que roba a los ricos para dárselo a los pobres; dada su dignidad eclesial, se parece más al Obispo de Nottingham. La Iglesia y más en Roma, tiene recursos para socorrer a esas familias. Las comparaciones son odiosas, pero es como si la Sra. Botín entrara en la caja fuerte del BBVA y se llevara los billetes para socorrer a los que no pueden pagar su hipoteca. Si cunde el ejemplo, mañana mismo cualquiera podría animar a los sintecho o a los que sufren en una infravivienda a que ocupen las propiedades de la Iglesia, que son unas soluciones habitacionales fantásticas. Nuestra ley es nuestra fuerza, decía Cicerón. Y a ellas se deben todos sin excepción, príncipe o mendigo. Los príncipes de la Iglesia, también.

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