violetas y babuchas

Begoña García / González-Gordon

Ropa interior

Cuando los vi mirándome desde detrás del cristal de una de las marquesinas, caí en la cuenta de hasta qué punto se habían convertido en parte de mi paisaje. Y que como todo paisaje eran algo estacional, repetitivo, cíclico.

"Ya están aquí, míralos, la crisis no ha podido con ellos", me dije, mientras contemplaba con curiosidad a la pareja. Protagonizaban el cartel de una las muchas marquesinas repartidas por toda la ciudad. Luciendo lo de siempre: ropa interior. Son la eterna parejita de los elásticos vistos.

"Ya están aquí otra vez", continué diciéndome, "como la primavera o la Semana Santa". Pero una Semana Santa sin palcos, que hay que ver lo antipático que resulta en Jerez, andar sorteando gradas durante tanto tiempo. Ellos, la parejita, como los palcos, también vienen y se van, pero sin dar la lata. Pasan llamando la atención, eso sí, pero es porque llamar la atención es lo suyo, para eso sirven.

Verlos aparecer otra vez en las marquesinas, como un paisaje que se renueva, con su pose tranquila y su ropa interior amable, me ha resultado alentador. Me tranquiliza. Es como una demostración de que la crisis no está siendo capaz de acabar con todo lo que nos resultaba previsible.

Ella es rubia esta vez y los cuerpos de ambos, esculturales, como siempre. No podía ser de otra manera. Que yo sepa sólo una marca, una vez, se permitió sacar a mujeres enseñando cuerpos de andar por casa. Y de eso hace ya mucho, supongo que tanta realidad fue demasiado para nuestros delicados estómagos estéticos.

Los modelos de ropa interior que viste la desvestida pareja no son especialmente vistosos. Son más bien normalitos, de algodón, sin perifollos. Confortables. Reconfortantes. Quizás sea ésa la clave de su éxito, o incluso el motivo de que la crisis no les haya hecho mella.

Solo espero que en una temporada las marquesinas vuelvan a mostrar, orgullosas, los carteles con la pareja de la ropa interior amable. Sea la chica rubia, castaña o morena esta vez, seguro que me hacen sentir una tranquilizadora sensación de estabilidad y permanencia.

Tan contenta estaba yo dándole vueltas a esto de lo previsible y tranquilizador, cuando leo en el periódico que han robado en la sede de Cáritas. Alimentos. Y no un kilo ni dos, sino dos mil quinientos. Un robo especialmente mezquino que causa especial repugnancia. Y alarma. Quitarles la comida a los pobres parece el colmo de los colmos. Con una maldad así, rondando suelta, no hay protección interior que logre reconfortarnos. Por desgracia también es reincidente. Ojalá pudiéramos suprimirla de nuestro paisaje como se quita el cartel de una marquesina.

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