No estoy prácticamente al tanto de nada que se refiera a las Hermandades. Es un tema que simplemente no me interesa en absoluto. Ni que decir tiene que respeto (que es lo que hay que hacer con todo lo que no va con los gustos de cada uno) a quien sale un Domingo de Ramos a la calle y aparece por su casa en la madrugada del Sábado Santo, cuando el Calvario acaba de cerrar la cancela a la señora de la calle Taxdirt. Imagino que el tiempo, los años y la cantidad ingente de procesiones que salen a la calle en cualquier mes del año y por la razón más diversa, han terminado de aburrirme.

Dicho todo esto, asisto, sin entrar en el menor juicio de valor, a la polémica, el debate y la pugna por que la Carrera Oficial empiece por Porvera, el monumento a las Hermandades o los llanos de Caulina. Parece que algunos apuntan que a más recorrido más palcos, y a más palcos, más dinero para el bolsillo (dinero que, quiero pensar, va para obras de caridad, por ejemplo). Sea como sea, la cuestión es que se han cargado el paso de las cofradías por la Rotonda de los Casinos. Y eso sí que me toca las narices, porque borran de un plumazo una importantísima parte de la historia de mi infancia. No puedo olvidar la Semana Santa de mi niñez, sentado en el Casino Jerezano, hoy convertido en una tienda de moda de cuya puerta en verano sale un frío glacial. Recuerdo, digo, esos días con mis hermanos y mis padres, los pavías de merluza, el coche aparcado en la plaza de toros, el cansancio y la ilusión por llegar a casa a jugar con nuestros pasitos de juguete. Pero las tardes de azahar y cornetas por la Rotonda de los Casinos, la aparición majestuosa de la Flagelación por la calle Naranjas, las revirás de todas las hermandades que venían de Honda o Bizcocheros para encarar la Carrera Oficial han quedado enterradas definitivamente. Una pena.

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