EL SUEÑO DE GRECIAII. Geografía imaginaria

El mero contacto con la naturaleza inspiraba en H, excitado por los versos, los relatos o las representaciones de artistas y artesanos, mil indecibles deliciasInstalado en el destiempo y enemigo de la novedad, el joven H ha desarrollado una casi enfermiza devoción por un país que sólo existe en su cabeza. No lo ha recorrido sobre el terreno ni tiene de él más que unas pocas nociones escolares, referidas a un pasado prestigioso que ha llegado a obsesionarlo. Sus días transcurren entre las clases en la Facultad, las animadas conversaciones con los amigos, el estudio desordenado y una agitación entusiasta, pero de contenido impreciso. Buscando alguna forma de arraigo, en los lejanos ascendientes ha encontrado a sus contemporáneos.

Para los estudiosos o los viajeros del norte, Grecia, como Italia o España, eran la imagen arquetípica del Mediodía, cifra de la aspiración a una vida más intensa que tenía lugar no de puertas adentro, sino al aire libre, en un mundo solar donde todo incitaba a la sensualidad y el esparcimiento, cuando no, sobre todo a ojos de los forasteros, al bendito libertinaje. Por un movimiento de seducción inversa, H, como sureño, se sentía más bien atraído por las brumas de las tierras que los griegos consideraron bárbaras, de modo que su visión de los recreos mediterráneos era hasta cierto punto de segunda mano, deudora no tanto de la experiencia -pero se hacía lo que se podía, a este lado de la cuenca- como del recuento o la idealización de los extraños. Muchos de ellos celebraban la sensación de plenitud que experimentaban al dejar atrás los cielos aborrascados -o las tinieblas del puritanismo- para asomarse a las luminosas aguas del Egeo, aunque también era habitual que confrontaran el esplendor de los días antiguos, una losa para sus herederos, con la larga declinación de los siglos posteriores. H rechazaba ese juicio, pero en todo caso la Grecia donde vivía, estrictamente presente, no necesitaba de ruinas evocadoras. Su geografía, si alguna vez existió, no era ya de este mundo.

Grecia fue y seguía siendo el mar del color del vino, con sus islas, aunque ya no rodeado por las pequeñas comunidades que habían ocupado gran parte de sus riberas. En algún sitio leyó H que el origen ajeno a su lengua de la palabra con la que lo designaban los griegos, thálassa, permitía deducir que los ancestros indoeuropeos no habían conocido ese mar ni ningún otro antes de llegar a la península donde se establecieron y desde la que poblaron, en sucesivas oleadas, el amplio espacio que mediaba entre las columnas de Hércules y el extremo norte del Ponto Euxino, abarcando ámbitos tan principales como la Magna Grecia, Creta o Anatolia, en el Asia Menor, donde se había librado la guerra de Troya y nacerían la épica o la filosofía. De acuerdo con la célebre imagen acuñada en el Fedón, las ciudades griegas y sus colonias se extendían como las ranas alrededor de una charca, y en ella chapoteaba H, que podía sentirse en Lesbos, Cirene o Siracusa con sólo mirar el ajado mapa, caligrafiado por él mismo, que decoraba la pared de su cuarto, donde no aparecían recogidas las conquistas de Alejandro que ensancharon los límites de la tierra habitada con las vastas y exóticas regiones de Oriente.

Como la mayoría de los geógrafos de la Antigüedad, que trazaron los contornos del universo conocido sin salir de su gabinete, basándose en los informes no siempre fiables de los exploradores o los comerciantes, H tenía de Grecia una idea exclusivamente libresca que se superponía como una doble vida a sus evoluciones cotidianas, aunque a veces los planos se entremezclaban y el efecto, para quien no lo conociera, podía ser desconcertante. Lo normal era que sus viajes tuvieran lugar por las noches, en la soledad de su habitación de estudiante, pero también ocurría que de repente, en clase o con los amigos o en otro género de intimidades, entrara en una especie de trance que lo arrastraba muy lejos. O que en el curso de una animada charla y sin venir a cuento, se marchara sin decir nada y errara por las calles como un sonámbulo, escuchando o repitiéndose las viejas voces secretas. Se habla de sabios que enloquecen por exceso de trabajo o familiaridad con el objeto de sus investigaciones, pero lo notable era que H, aunque en ciertos aspectos precoz, no pasaba de ser un alumno voluntarioso y medianamente aventajado al que su escaso bagaje mal podría haber llevado al desvarío. Debe añadirse que el joven, como suele sucederles a los jóvenes o a los hombres de poco seso, estaba obsesionado -inevitablemente en su caso- con las griegas.

Todo estaba lleno de ninfas. Había oréades, náyades y nereidas, asociadas a las montañas o las grutas, las aguas dulces de los ríos, las fuentes o los lagos y las saladas del mar interior o de entre tierras, pero entre las numerosas subclases de las que hablaban los mitógrafos sus preferidas eran las dríades o en particular las hamadríades, cuya vida -porque todas eran mortales, lo que sin duda aumentaba su atractivo- se extinguía con la de los árboles a los que estaban fatalmente vinculadas. No es que no hubiera dioses, también, por todos lados, pero no era lo mismo. Y con las diosas, aunque igualmente deseables, era preciso, por lo que decían los propios mitos, andarse con cuidado. El mero contacto con la naturaleza inspiraba en H, excitado por los versos, los relatos o las representaciones de artistas y artesanos, mil indecibles delicias. El bosque especialmente, donde la contaminación del siglo se apreciaba menos que en la costa, era el territorio más propicio para el ensueño. Los sencillos placeres de la vida agropecuaria se habían conservado casi inalterables y no había más que dormir o no dormir la siesta a la sombra de una encina o vagar sin rumbo por huertas y senderos para entrever los dones de una existencia más dichosa. El ocio, sin embargo, no le convenía a H al que tampoco, aunque se dejara mecer por las églogas, le entusiasmaban las escenas bucólicas. Pero encontraba en los ritmos naturales, más que en la historia o la literatura, la sugestión del tiempo perdido o la ocasión de la reviviscencia. No sabía a menudo si era de aquí o de allá o dónde estaba.

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