EL sábado pasado asistí al teatro para escuchar el Réquiem de Verdi. La obra de este gran músico, siempre estremecedora, me hizo reflexionar sobre lo frágiles que somos y lo fugaz que resulta la vida.

Hay vidas de todo tipo. Unas más afortunadas que otras. O al menos, eso creemos. Pero las hay que dejan una huella imborrable. Basta con pensar en Gandhi, en Cervantes, en Mozart o en Teresa de Jesús, entre muchos, para que la humanidad se congratule de haber sido creada.

Pero no todos poseemos el talento, ni la visión, ni la entrega de los grandes hombres y mujeres que nos han precedido. No todos podemos dejar a la humanidad obras literarias, ni composiciones musicales que nos sacudan, ni filosofías que nos llenen el alma.

La mayoría somos personas comunes y corrientes preocupadas por cumplir nuestras obligaciones y salir adelante de la mejor manera posible. Pero hay algo que podemos dejar a los nuestros sin tener las alturas de los grandes personajes. Y eso es el amor.

El amor es el eje sin el cual estaríamos a la deriva. Sin amor, la vida carece de sentido. Vivir en el desamor es como si se tuviese voz y no se pudiera hablar, como si se tuviesen piernas y no se lograra caminar, como si la luz de los ojos se apagase ante el sol. Los huérfanos de amor son pobres entre los pobres.

Sin embargo, es hermoso ver cómo se recuerda a los padres, o a los tíos, o a cualquier persona que nos haya llenado de amor. Ese sentimiento permanece. Y aunque el ser querido ya no esté entre nosotros, queda su aroma, sus palabras, su aliento.

El compositor mexicano Álvaro Carrillo escribió una canción que lleva el título de este artículo y que habla de dejar ese sabor a nosotros. Nos dice: "Pasarán mas de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí".

Un dulce sabor. Un sabor a mí. Un sabor a nosotros. Es lo que nunca se olvidará. Lo que quedará impregnado en el recuerdo y en el corazón de nuestros seres amados.