Salud e impuestos

¿Acierta el Gobierno al subir los impuestos cuando el consumo se derrumba? No tardaremos en averiguarlo

Parece que el Gobierno se aburre si no levanta alguna polvareda, de modo que henos aquí otra vez discutiendo, no sobre la oportunidad y la eficacia del toque de queda, sino sobre la legalidad misma de un plazo tan dilatado -"Que por mayo era, por mayo", dice el Romance del prisionero-, al albur del Ejecutivo. Entre medias, el Gobierno acordaba el aumento de los impuestos a empresas y rentas altas, lo cual no pareció agradarle mucho a la vicepresidenta económica, señora Calviño, cuyo gesto de contrariedad y fatiga quizá dijera más de lo que pretendía. Y lo que pretendía nunca lo sabremos, salvo que doña Nadia tenga a bien confesarlo.

Si doña Nadia era partidaria de bajar los impuestos, de congelar los sueldos o de lo que fuere, lo cierto es que doña Nadia ha fracasado. O ha puesto cara de fracaso y hartazgo para que así lo entendamos. Sin embargo, lo que salga de su negociado es de la mayor importancia. Y no sólo porque los impuestos son, para el habitante de la posmodernidad, algo parecido la prefiguración del Mal; un Mal ayuno de trascendencia, pero de maldad probada. Sino porque de los impuestos, y de las medidas ahora acordadas, saldrá una economía más o menos solvente. Vale decir, una economía capaz de sufragar sus gastos sanitarios. De modo que cuando planteamos la disyuntiva salud/economía, como opciones opuestas en esta hora del mundo, acaso no estemos planteando nada. Sin economía, sin tributos, sin ese intercambio de cromos, tan lucrativo como indispensable, al que llamamos comercio, no habrá un sistema de salud que atienda a nuestros enfermos. Con lo cual, la alternativa real que se nos ofrece es aquella que escoge entre mantener los hospitales o languidecer, hasta la consunción, en el sillón orejero.

¿Acierta el Gobierno al subir los impuestos cuando el consumo se derrumba? No tardaremos en averiguarlo. Debemos recordar, en cualquier caso, que el toque de queda no equivale a las siete trompetas del Apocalipsis. La prudencia nunca puede ser enemiga de la cordura. Y la cordura nos dice que se han acabado los viejos cotillones de fin de año. Pero no las compras de Navidad, incluida la misteriosa y adusta peladilla. Las calles comerciales están ya tachonadas de locales en alquiler. Y la verdadera magnitud de la caída aún la desconocemos. Nos cumple, pues, hacer gasto. Con un melancólico añadido. Como cuando entonces, "a las diez, en casa".

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