Hoy abrimos nuestro consultorio sentimental con una carta que nos llega desde Sevilla. La escribe una oyente que firma con el nombre de Rosana. Después de comentarnos lo dolida que se siente como andaluza por las noticias de corrupción que publica la prensa estos días (pero que afectaron a su tierra cuando ella prácticamente no había nacido) procede a preguntarnos si debería seguir frecuentando a ciertos amigos que conoció en aquella época remota y que ahora, gracias a esa moda horrible de juzgar a los políticos, han sido condenados por delitos de diversa consideración.

Mira, querida Rosana, las malas compañías nunca fueron recomendables, pero según nos detallas en tu misiva, a esos amigos tuyos los han condenado de manera injusta, porque ni han matado a nadie ni se llevaron jamás el dinero para su casa. Insistes en destacar que son bellísimas personas y ya lo creo que lo son, a pesar de lo que cuenta cierta prensa canallesca. Bien es verdad que esos pobres diablos estaban enredados en negocios turbios como la malversación de dinero público y una lista de fraudes bastante larga. Pero deberías saber que, cuando los filósofos en el pasado hablaban de normas morales, lo que querían decir en el fondo es que entre las conductas humanas sólo hay una que se puede considerar mala de verdad: llevarse el dinero a casa. Lo demás son chiquilladas.

Esto despeja bastantes dudas en materia de ética, ya que a la pregunta sobre si es legítimo saltarse los semáforos; si deberíamos cumplir las promesas que hacemos o si tenemos derecho a comer carne humana, o pajaritos fritos, sólo habría que formular otra pregunta: ¿pero se ha llevado usted dinero a casa? ¿No? Pues entonces puede dormir a pierna suelta.

Sobre el ejemplo que nos pones de esos amigos que, de buenos que son, serían capaces hasta de robar Las Meninas (si con eso sacaran del apuro a una familia que quisiera decorar el salón y no pudiera permitirse comprar un Velázquez), te tengo que corregir por partida doble. Lo primero, eso no es exactamente robar, ya que el gesto de tomar prestado algo para cederlo a alguien que lo necesita no tiene nada que ver con lo que hacen los ladrones. Pero además deberías recordar, como ya dijo aquella campeona de la filantropía meridional, que lo público no es de nadie.

Al final de tu emocionada carta confiesas que estás hecha un lío porque siempre te habías declarado implacable contra la corrupción. Y haces bien, querida. Pero debes tener en cuenta esta regla de oro de la política: la corrupción es una cosa tan fea que los únicos políticos capaces de cometerla siempre son de otros partidos.

Por tanto, no le des más vueltas. Alegra esa cara y siéntete orgullosa, porque esos amigos (que pusieron en juego su libertad con tal de borrar la tristeza en la cara de sus seres queridos) parecen tan maravillosos que probablemente te quedes corta al decir que son hombres buenos. Buenos no, Rosana. Santos diría yo.

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