Hasta este mismo año, el día de San Valentín, esa fiesta que bien pudiera haberse creado en aquellas Galerías Preciados de la década de los años cincuenta de la anterior centuria para incitar al consumo en un día tonto de un mes de febrero - después llegarían muchos más días de celebraciones tontas -, las parejitas de enamorados se hacían regalitos que, con el tiempo, llegarían a hacerse clásicos: frasquito de colonia para él y para ella, corbatitas - para él -, florecitas - antes para ella sola y, después, con los cambios, para todos - y, más modernamente, cenitas de enamorados en un hotel atractivo para que el día termine por la puerta grande de jornada gloriosa. Pues este San Valentín, ya todo esto se ha superado. Olvídense de los regalitos al uso; lo que dicta la moda impenitente de los que en esto mandan son entraditas para ver la película 50 Sombras de Grey.

Si los libros, cuando aparecieron, causaron absoluta expectación en los no lectores, ellas sobre todo, porque decían los avispados interesados en el asunto que eran libros para la mirada femenina - yo apostillaría que, también, para algo más -, ahora con el estreno de la película, el interés ha subido todos los enteros inimaginables.

El morbo de ver al guapo y rico empresario juguetón, la posibilidad de contemplar escenas tórridas donde lo bello y lo bestia se dieranos la mano, el saber si la imagen que se han hecho de uno y de otra tras la lectura se corresponde con lo que la ficción desenmascara y, sobre todo, para que la mayoría pueda conocer lo que nunca leyeron pero de lo que mucho oyeron, va a hacer que los cines se abarroten en día de San Valentín. Todo sea por la industria lireraria.

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