La Rayuela
Lola Quero
De beatos y ‘non gratos’
La ciudad y los días
Eddie Carbone odia la belleza para él inalcanzable. La de la sobrina de su mujer que vive con ellos y desea secretamente. La de los dos jóvenes inmigrantes ilegales italianos refugiados en su casa. La del amor que nace entre su sobrina y uno de los italianos. E intenta destruirla con una furia ciega. Es Panorama desde el puente de Arthur Miller, estrenada en 1955 y llevada al cine en 1962 por Sidney Lumet. Un ejemplo del odio a la belleza –física y moral– que tantas novelas, obras de teatro y películas ha inspirado. Un sentimiento vinculado a la envidia y el complejo de inferioridad que tiene mucho que ver con el vandalismo.
En sus formas extremas se manifiesta en los ataques a las obras de arte a causa de la demencia, como las agresiones a la Gioconda en 1956 tras el que se protegió con un cristal blindado o a la Piedad de Miguel Ángel en 1972 tras el que se cerró el espacio que la alberga, o a una militancia fanática y vacaburra, caso de la sufragista que acuchilló la Venus del Espejo en 1914 o los actuales activistas climáticos que han atacado la Gioconda, La Primavera de Botticelli, Los Girasoles de Van Gogh, La Joven de la Perla de Vermeer o las majas de Goya. En sus formas más comunes y cotidianas se manifiesta como el vandalismo que daña monumentos, espacios de valor histórico y cuanto representa los valores de la historia, la convivencia y la belleza. Puede ir de emporcar monumentos y calles con basuras, orines, pintadas y grafitis a dañar o destruir un objeto, como se ha hecho con la cruz del siglo XVI de la recogida –y por ello indefensa– placita de Santa Marta.
“¿Cómo proteger el patrimonio cultural de los actos vandálicos?” y “¿Cómo hacer de la identidad cultural una herramienta contra el vandalismo?” se plantea en el Libro Verde para la gestión sostenible del patrimonio cultural del Ministerio de Cultura. Entre las respuestas se recomienda “concienciar a la sociedad civil” e “incluir la protección patrimonial en un concepto más amplio de defensa de los espacios y los bienes públicos, como una manera de fomentar el civismo hacia aquello que, con independencia de su titularidad, es de disfrute colectivo”. El problema es que no creo que solo se trate de una carencia de cultura y civismo que la educación pueda corregir, sino sobre todo de una forma de odio a la identidad cultural, los espacios y bienes públicos y su disfrute colectivo.
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