Enrique García Máiquez

Santa Rita de Palma

Su propio afán

13 de junio 2015 - 01:00

HACE unos meses renegaba yo de esta manía de quitar medallas, filiaciones predilectas, calles o monumentos a los muertos o a los vivos por causas sobrevenidas o cambios de percepción social. "Santa Rita, santa Rita, lo que se da no se quita", sostenía, aun a sabiendas de que me dirigía a la patrona de los imposibles. Por tanto, sería ahora un cobarde o un cortesano o un populista o todo a la vez si no manifestase que no exulto por la revocación del título de duquesa de Palma. Y no sólo por una cierta caballerosidad antigua con las damas en apuros, que también.

Por supuesto, no estoy justificando su conducta ni la del ex duque consorte. El claro distanciamiento del rey era prudente. Y ejemplarizante. Las responsabilidades penales y fiscales se dirimen en los tribunales sin privilegios ni interferencias, según el principio de igualdad. Aprovecho la ocasión para protestar de cualquier aforamiento. Tras el juicio, si declaran culpable a la duquesa, se le aplica el Código Penal y ya. En cambio, revocando el ducado ¿no se la sentencia preventivamente, se despresume la presunción de inocencia y se mezclan los códigos jurídicos, éticos y de honor? Ay de la aristocracia si los títulos se disolviesen a golpe de imputación judicial, de acción deshonrosa o de escándalo social. Cada hecho se juzga en su ámbito. Por eso no se puede dimitir de un ducado como se devuelve un acta de diputado. No es un puesto de responsabilidad política. Su responsabilidad es otra.

Se dice, quizá por el momento escogido, que la Corona, con este acto, se ha puesto en hora con los partidos emergentes y las novísimas exigencias de regeneración democrática. Parece como si hubiese firmado, dentro de la fiebre actual, un pacto de esos que piden, como la reina de Alicia el País de las Maravillas: "¡Que le corten la cabeza!" al primer imputado que cruza por ahí. O que Felipe VI haya visto la serie entera de Juego de tronos que solícitamente le regaló Pablo Iglesias.

La monarquía hace bien en no bajar jamás la guardia de una exigencia moral máxima, aunque en mi humilde opinión le corresponde (y le conviene) sostener, sólo con la levedad de los gestos y los silencios, un tempo distinto a los tiempos trepidantes de hoy. Pero la sociedad española está entrando de cabeza en una época de puritanismo ideológico inflexible, automático y mediático. Si todavía no lo ven, no se preocupen, que nos vamos a enterar.

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